Cavando, contra los eufemismos y los tópicos, contra la creencia reformista y contra la ideología reaccionaria, esta cuádruple diferencia irreconciliable que distingue y separa a la práctica revolucionaria de la contrarrevolucionaria
«La ignorancia no es la ausencia pasiva de información sino una mezcla
formada por datos, datos incompletos, datos acerca de cosas irrelevantes,
expectativas irrealistas, conocimiento fragmentado, categorías rígidas así como
dicotomías erróneas.»
R. Levins, Cuando la ciencia nos falla
«“Capitalismo”, “imperialismo”, “explotación”, “dominación”, “desposesión”, “opresión”, “alienación”… Estas palabras, antaño elevadas al rango de conceptos y vinculadas a la existencia de una “guerra civil larvada”, no tiene cabida en una “democracia pacificada”. Consideradas casi como palabrotas, han sido suprimidas del vocabulario que se emplea tanto en los tribunales como en las redacciones, en los anfiteatros universitarios o los platós de televisión.»
F. P. Garnier, Contra los territorios del poder
«El lenguaje, los conceptos y los eufemismos son armas importantes de la lucha de clases “desde arriba”, concebidos por periodistas y economistas capitalistas para maximizar la riqueza y el poder del capital. En la medida en que los críticos progresistas e izquierdistas adoptan estos eufemismos y su marco de referencia, sus críticas y las alternativas que proponen se ven limitadas por la retórica del capital. Poner “comillas” entre los eufemismos puede ser una señal de desaprobación, pero no sirve para promover un marco analítico distinto, necesario para el éxito de la lucha de clases “desde abajo”. Y lo que es igual de importante, elude la necesidad de una ruptura fundamental con el sistema capitalista, incluido su lenguaje corrupto y sus conceptos engañosos. Los capitalistas han derribado las conquistas más esenciales de la clase trabajadora y nosotros no podemos contraatacar el dominio absoluto del capital. Esto debe volver a plantear la cuestión de la transformación socialista del Estado, la economía y la estructura de clases. Una parte intrínseca de este proceso debe ser el rechazo absoluto de los eufemismos utilizados por los ideólogos capitalistas y su sustitución sistemática por expresiones y conceptos que reflejen fielmente la cruda realidad, que identifiquen claramente a los responsables de esta decadencia y que definan a los agentes políticos de la transformación social.»
J. Petras, Política del lenguaje y lenguaje de la regresión política
1. DEMOCRIA Y MENTE PACIFICADAS
2. CRISIS FINANCIERA
3. ESTADO DEL BIENESTAR
4. SECTORES PRODUCTIVOS
5. DEMOCRACIA DIRECTA, PARTICIPATIVA Y REPRESENTATIVA
6. JUSTICIA SOCIAL, REPARTO DE LA RIQUEZA
7. DESARROLLO ENDOGENO Y DESARROLLO SOSTENIBLE
8. SOCIEDAD CIVIL. HEGEMONIA
9. TEORÍA DE LA EXPLOTACION ASALARIADA
10. TEORÍA DEL ESTADO Y DE LA VIOLENCIA
11. TEORIA DEL CONOCIMIENTO Y DE LA PRAXIS
12. TEORIA ÉTICO-MORAL E IDEAL DE VIDA
1. Democracia y mente pacificadas. Entre otras cosas, los tópicos son también las expresiones triviales o vulgares, es decir, las que de tanto usarse sin carga crítica, sin insistir en su contenido político, han terminado por volverse huecas, vacías y manipulables por la ideología dominante, la del poder establecido, que las recarga en su provecho. Los eufemismos son las trampas lingüísticas que el poder hace para destruir la carga peligrosa de un concepto, desnaturalizándolo para hacerlo aceptable al lenguaje de la dominación. Tópicos y eufemismos son dos de los métodos que el poder tiene para imponer la ignorancia tal cual la define R. Levins en la cita anterior, de modo que terminamos creyendo que somos cultos, que estamos formados intelectualmente, cuando en realidad somos dogmáticos -no usar categorías dialécticas, flexibles, no rígidas- e ignorantes.
Bajo la «democracia pacificada» en la que malvivimos, los conceptos radicales, los que tienen el potencial teórico capaz de demostrar que la civilización burguesa se asienta sobre la explotación humana, estos conceptos son sistemáticamente expulsados de los llamados «medios de comunicación» y del sistema educación muy especialmente, de manera que la juventud los desconoce, no llega a oírlos o leerlos hasta muy tarde, y cuando lo hace no los comprende o los malinterpreta porque, además, ha sido educada en el mecanicismo y en el dogmatismo, en la ignorancia de lo que es la dialéctica, la capacidad de penetrar hasta la esencia de un problema para descubrir en ella la permanente unidad y lucha de sus contrarios antagónicos.
La democracia pacificada requiere de mentes pacificadas para su correcto funcionamiento. Con toda razón, se utilizan acertadas expresiones críticas como «figura del Amo», «policía mental», «cadenas de oro», «miedo a la libertad» y otras para mostrar de manera pedagógica cómo el poder se ha introducido en nuestra personalidad pacificándonos desde dentro, castrando nuestra independencia de praxis, de crear cosas y pensamientos nuevos y críticos, inasimilables por el sistema. La pacificación de las mentes se realiza desde el mismo instante en el que empieza a formarse la personalidad humana predisponiéndonos desde entonces a la obediencia. La mente pacificada se caracteriza por la credulidad ante la mentira, por la mansedad ante opresión y por la aceptación normalizada del lenguaje lleno de eufemismos y de tópicos.
Si no sabemos qué es el concepto marxista de clase social, o de pueblo trabajador, o de plusvalía, o de Estado, o de democracia, por ejemplo, seremos incapaces de conocer el sentido y la realidad práctica, material y objetiva, de lo que es una huelga o un cierre de una empresa que condena al paro a sus trabajadores, o cómo y de dónde obtiene la burguesía sus inmensas propiedades, o para qué está la burocracia estatal y el porqué de su ferocidad represiva en determinados momentos, o qué es la opresión nacional, etcétera. No conoceremos estas realidades y otras con ellas unidas, porque el no uso de los conceptos nos impide conocer las conexiones entre los problemas que nos destrozan la vida, entre sus partes sustantivas, cómo forman una unidad de sentido y de significado que nos explica su origen, su evolución y movimiento y sus contradicciones internas, sus conexiones con otros problemas; y menos aún conoceremos sus tendencias internas y las posibilidades que ellas surgen y en las que debemos intervenir para orientarlas en la dirección revolucionaria.
Muy frecuentemente, el reformismo se incuba en la oscuridad de la ignorancia, en esa afirmación de Rosa Luxemburg en su crítica a Bernstein de que el rechazo de la dialéctica marxista y la vuelta a formas de kantismo, a su rigidez y quietud, como lo define Clara Dan, es una constante del reformismo. El empleo común en las conversaciones cotidianas y en los supuestos debates profundos de una mezcla de tópicos, eufemismos, sobreentendidos, falsedades y errores, polisemias, estereotipos, etcétera, es mucho más frecuente de lo que creemos. Si a esta realidad le unimos los años de descrédito de la teoría marxista y de exuberante triunfalismo de todas las modas post -postmodernismo, postmarxismo, postestructuralismo, postcapitalismo,…-, comprendemos por qué muchas de las reflexiones de la izquierda sobre los cambios del capitalismo real no pasan de ser pobres elucubraciones abstractas y formalistas, con inquietantes tendencias subterráneas de deriva reformista. En este sentido, las aclaraciones muy pertinentes que hace J. Petras sobre el contenido real de expresiones como «demandas del mercado», «libre empresa», «libre mercado», «recuperación económica», «privatización» y «eficiencia», se caracterizan por mostrar además de la mentira inherente a la versión eufemística de tales conceptos, sobre todo su dialéctica interna.
Aquí vamos a exponer muy resumidamente sólo unos pocos tópicos y eufemismos que se emplean habitualmente en la izquierda revolucionaria, en la independentista también. ¿Cómo se ha llegado a semejante linealidad y pobreza teórica? La coerción sorda e invisible que la burguesía ejerce sobre el conocimiento humano y en especial sobre el crítico explica en parte el problema, aunque debemos incluirla dentro de los efectos que causa el fetichismo de la mercancía en la inversión del pensamiento humano. También lo explica en parte la desmoralización de muchas fuerzas revolucionarias tras la caída de la URSS y la incapacidad de la «teoría» stalinista para explicar el derrumbe y para responder a las nuevas modas ideológicas burguesas de finales del siglo XX. Pero tampoco debemos olvidar o menospreciar la indiferencia de las organizaciones revolucionarias para volver sistemáticamente a los famosos y siempre necesarios «cursos de formación de la militancia».
2. «Crisis financiera». Se dice que la actual es una crisis financiera a secas y es verdad que el detonante de la crisis, la chispa, fue el capital financiero, pero el combustible, lo decisivo, fue la caída de la tasa media de beneficio del capital industrial. A la altura de los aplastantes datos mundiales, seguir sosteniendo que la crisis es sólo financiera es también desconocer la fusión de capitales, que las grandes corporaciones industriales tienen sus propios departamentos financieros, sus agencias auxiliares específicas para moverse ágilmente por los enrevesados recovecos de las miles de caras de la ingeniería financiera. Del mismo modo, los grandes bancos tienen sus departamentos de inversión industrial, al igual que el capital-servicios también está conectado con el financiero y el industrial. Si además tenemos en cuenta la otra economía, la negra o subterránea, la ilegal y criminal, entonces vemos que la interconexión entre las tres formas del capital -industrial, financiero y de servicios- es más estrecha de lo aparente. Una correcta definición de qué grado de fusión existe entre industria, banca y servicios, entre producción, circulación y reproducción ampliada, es también decisiva para saber definir qué es la burguesía imperialista, qué es la mediana burguesía en los Estados débiles formalmente independientes, qué es la pequeña burguesía en estos Estados.
El problema se resuelve cuando profundizamos de este nivel de estudio a otro más serio y válido, el del capital destinado a la producción de bienes de producción, el destinado a la producción de bienes de consumo y el destinado a la producción de bienes de destrucción. Desde esta visión más profunda, comprendemos rápidamente el riesgo reformista que late en reducir la crisis actual a una mera crisis financiera, aunque de inmediato digamos que también se trata de una crisis ecológica, de recursos, alimentaria, de valores, etcétera, es decir, de una crisis sistémica, civilizacional o como queramos definirla, lo cual es cierto. El error que abre la posibilidad de deriva reformista radica en que al echar la culpa de todo sólo al capital financiero, sin hablar para nada del capital industrial-financiero, de las conexiones con el de servicios en cualquiera de sus formas, con la economía criminal, etcétera, por un lado, desconocemos las contradicciones internas del capital que generan las crisis y el papel clave e inevitable de caída de la rentabilidad industrial, y, por otro lado, creemos que con simples reformas financieras, fiscales y monetarias, incluso con un mayor «control democrático» del capital financiero estricto, iremos saliendo de la hecatombe actual.
Para acabar este punto, definir correctamente la naturaleza de la crisis y la composición del capital financiero-industrial de alta tecnología global es especialmente decisivo para las naciones oprimidas que se debaten aún en la duda hamletiana de si existe o no una «burguesía nacional» con la que pactar concesiones «interclasistas». El error radica en confundir burguesía con pequeña-burguesía, desconociendo sus identidades y sus diferencias, y por tanto en no saber discernir qué pactos tácticos o estratégicos se pueden realizar con ambas y por cuanto tiempo. Estos y más errores provienen de usar sin crítica alguna el tópico de la sociología y de la economía burguesa del «capital financiero» y de la «crisis financiera» a secas, metafísica, dogmática y mecánicamente.
3. «Estado del bienestar». Se trata de un eufemismo destinado a negar la naturaleza explotadora y violenta de todo Estado burgués, aunque haya desarrollado desde finales del siglo XIX algunas medidas de desactivación e integración funcional de reivindicaciones obreras y populares en el proceso de reproducción del capitalismo. Para la burguesía es inaceptable la teoría marxista del Estado como instrumento de explotación de clase y patriarcal, y de opresión nacional. Por eso debe crear un eufemismo que, con el uso, se convierta en tópico asumido por la gente, y el mejor es el del «Estado del bienestar». Pero tal cosa no existe, a lo sumo que puede existir es el «Estado de menos malestar», es decir, el Estado que por razones fáciles de entender ha suavizado parcialmente los mecanismos más duros de explotación y ha creado medios de integración de las masas en el orden capitalista.
El «Estado del bienestar» es producto de la interacción de tres factores: una burguesía enriquecida por la explotación interna y las sobreganancias imperialistas; un movimiento reformista potente capaz de suplantar al movimiento revolucionario y pactar con la burguesía; y un contexto internacional propiciador que facilita y hasta fuerza esas medidas. Esas condiciones básicas se dieron parcialmente desde finales del siglo XIX en algunos Estados europeos, y sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial. Desde finales de los años 70 de ese siglo esta forma de Estado se hacía insostenible por la gravedad creciente de la crisis y por el agotamiento del keynesianismo y taylor-fordismo. La contraofensiva neoliberal, eufemismo creado para ocultar lo real que se ha convertido en una coletilla, en un tópico, tenía, tiene y tendrá el objetivo de acabar con esta forma-Estado y retroceder a formas anteriores.
El uso tópico, a modo de coletilla fácil, del eufemismo de «Estado del bienestar» refuerza la ideología interclasista al fortalecer la creencia de que puede existir un «Estado benefactor» o «protector», mito sólo defendible mediante la fe y la creencia porque su existencia histórica no está avalada por ninguna experiencia material desde el origen del capitalismo y menos aún desde que este mito milagrero empezó a tomar forma con el socialismo utópico y luego con el lassalleanismo socialdemócrata en la mitad del siglo XIX. Lo malo de esto es que el abuso de estas modas útiles al capital refuerza la tesis de que la explotación burguesa puede ser reformada, mejorada, suavizada en una primera instancia mediante pactos que no toquen ni cuestionen la propiedad privada de las fuerzas productivas, logrando así un tiempo neutro durante el cual las clases explotadas multipliquen sus fuerzas y lleguen a la hegemonía civil para, de este modo, abrir una transformación pacífica y suave, casi imperceptible para la burguesía, del «Estado del bienestar» al «Estado socialista»: este era el dogma de fe de la socialdemocracia y en concreto de su «tercera vía» anglosajona, de T. Blair y Clinton. Como ya lo advertía el marxismo, este espejismo ilusionista ha fracasado. No existen milagros, existe la certidumbre de la lucha revolucionaria.
4. «Sectores productivos». Tanto la economía clásica burguesa como la marxista se basan en la prioridad del sector productivo de bienes de producción, de valor y de riqueza en suma. Este es el punto elemental sobre el que se basa la posibilidad de conocer y dirigir la sociedad. Pero desde la segunda mitad del siglo XX la burguesía imperialista anglosajona empezó a reforzar la corriente neoliberal hija del marginalismo neoclásico del último tercio del siglo XIX, que era la definitiva renuncia de la burguesía a toda pretensión de conocimiento de su economía, y retroceso al subjetivismo más idealista posible: el de la preferencia subjetiva del individuo burgués abstracto. Además, bajo las crecientes presiones de las luchas antiimperialistas que buscaban un modelo de desarrollo opuesto al capitalista, no tardó en aparecer una «teoría del desarrollo» que justificase las tesis de la «alianza por el progreso», que era la tapadera humanista de las atrocidades del imperialismo contra los pueblos rebeldes. La tesis de los tres sectores productivos, del primario o agrícola, del secundario o industrial, y del terciario o de servicios, fue creada por C. Clark en 1940.
Esta tesis refuerza la ideología neoliberal en su aplicabilidad al «tercer mundo» porque prima la exportación de productos agrícolas dependientes del mercado mundial, en vez de una política planificada de industrialización, que es lo que querían los pueblos antiimperialistas o algunas fracciones burguesas latinoamericanas que aplicaron durante poco tiempo el programa de «sustitución de importaciones» tan positivo hasta que fue dinamitado por la alta burguesía vendida a los yanquis. Además, ha sido muy correctamente criticada por sus nefastas consecuencias con respecto al ecosistema, al primar la máxima producción agraria como el criterio óptimo de desarrollo. No es casualidad que las instituciones imperialistas se volcaran a favor de las tesis de Clark como modelo idóneo.
Su aplicabilidad para el capitalismo desarrollado es también óptima para la burguesía porque trocea e incomunica en tres áreas no relacionadas con la producción de valor lo que hasta entonces era visto como una unidad, incluso por la economía clásica burguesa. Oculta la realidad básica del funcionamiento económico que gira siempre alrededor de la producción de beneficio que, en la práctica, recorre en mayor o menor grado a los tres sectores: la industria agroalimentaria; la industria de producción de bienes de producción o sector secundario, y la industria de bienes de consumo o sector servicios. Por otra parte, el sector servicios en realidad también está dentro de los otros dos sectores y, por no extendernos, en esta rotura de la unidad económica se difumina el capital financiero en el sentido estricto. De este modo, también se dificulta el conocimiento crítico de la unidad de clase de la burguesía.
El peligro que late en la utilización acrítica y tópica de esta tesis es el derivado de su origen imperialista y neoliberal: que oculta las fundamentales relaciones de explotación de la fuerza de trabajo, que fue uno de los objetivos buscados por la corriente marginalista y neoclásica de la que proviene esta tesis. La explotación de la fuerza de trabajo está presente en los tres sectores, pero al presentarlos aisladamente se pierde de vista lo que les conecta internamente, que no es otra cosa que la búsqueda de plusvalía, de beneficio máximo, por parte de la burguesía. Si no se usa el concepto-clave de «explotación asalariada» desaparece de nuestra vida el concepto de capitalismo y de lucha de clases, y empezamos a deslizarnos hacia el reformismo.
5. «Democracia directa, participativa, representativa». Son expresiones que pueden valer si sólo se usan muy precavidamente en su alto nivel de abstracción difusa e imprecisa, pero no más allá, no para hacer política revolucionaria concreta, pues no hacen ninguna referencia al problema decisivo: el del poder que define a la democracia, o sea, democracia burguesa o democracia socialista, y menos aún a las formas específicas de la democracia burguesa como son la democracia de la nación estatalmente opresora, la democracia patriarco-burguesa, etcétera.
Por «democracia directa» puede entenderse la que se ejerce en la inmediatez más cercana de la vida, en el trabajo, en la vecindad y ayuntamiento, en la escuela, etcétera. Por «democracia participativa» puede entenderse la practicada en instancias más distantes, administrativas y políticas, en las que la acción directa está restringida por mediaciones institucionales y legales que exigen ciertos trámites de control. Y por la «representativa» debe entenderse lo que su propio nombre indica: somos representados por alguien que dice defender nuestros intereses. Como se aprecia, el problema del poder político, de clase, nacional y patriarcal, en general y de sus múltiples formas concretas de plasmación, desaparece en los tres niveles porque se silencia su contenido explotador y represivo. Puede y debe sobreentenderse que la explotación y la represión están activas resistiéndose a cada una de las democracias, pero en la medida en que no se cita su presencia y que no se insiste en la esencia burguesa de la democracia realmente existente -además de «democracia española», «patriarco-burguesa», etcétera-, en esta medida va disminuyendo la efectividad concienciadora de términos como «democracia directa», a pesar de ser el más explícito de todos.
¿«Democracia directa» de quienes y contra quienes? Porque la democracia se practica en defensa de derechos amenazados o para conquistar derechos negados, y entonces surge o se endurece el choque directo con el poder que amenaza o niega tales derechos: ¿qué poder, de qué clase, de qué Estado, de qué sexo-género, etcétera? ¿«Democracia directa» de la asamblea obrera en huelga, de los consejos obreros, de las comunas campesinas, de los comités de soldados, de las asambleas de vecinos, de los delegados de los consumidores de la tercera edad, de los movimientos populares y sociales… o de «la ciudadanía»? Lo malo de semejante imprecisión es que se diluye hasta desaparecer el sujeto activo y consciente, director, de la lucha democrático socialista, para quedar reducido a un continente sin contenido. En la realidad chocan dos democracias directas, la de la patronal defendida directamente por su ley y sus fuerzas represivas, y la del pueblo trabajador que sólo tiene su decisión de lucha directa.
6. «Justicia social. Reparto de la riqueza». Son tópicos tan masivamente empleados que hemos olvidado ya que es imposible que exista «justicia social» en una sociedad que se basa en la explotación social: o lo uno o lo otro. Al igual que sucede con el inexistente «Estado del bienestar» que es «Estado de menor malestar», ahora ocurre con la «justicia social»: a lo sumo podemos y debemos reducir al máximo la objetiva e inevitable «injusticia social» inherente al capitalismo. Otro tanto hay que decir sobre el supuesto «salario justo» ya que es objetivamente imposible pues todo salario es en sí injusto. La crítica marxista de la economía política burguesa demuestra esta imposibilidad mediante la teoría de la plusvalía, entre otras.
En cuanto al «reparto de la riqueza» hay que decir que es un eufemismo ramplón para negar la necesidad de la expropiación de los expropiadores, de la recuperación de la propiedad privada y su transformación en propiedad pública, comunal, colectiva, estatal, socialista o comunista, sin entrar ahora a mayores precisiones. Existe socialmente una fuerte confusión entre riqueza y propiedad privada burguesa. Por riqueza se entiende las casas y bienes de consumo de segunda o tercera necesidad, el lujo por ejemplo, de modo que si no se hace una explicación detallada y pedagógica cuando se dice «reparto de la riqueza» la gente explotada tiende a interpretarlo no como lo que debe ser en sí, la socialización de las fuerzas productivas y de la propiedad privada burguesa, sino sólo una simple redistribución del reparto de la llamada «renta nacional», pero sin tocar la propiedad capitalista.
7. «Desarrollo endógeno y desarrollo sostenible». El desarrollo es el automovimiento de un proceso o cosa de lo inferior a lo superior, de lo simple a lo complejo por el choque de las contradicciones inherentes a su esencia. Por «desarrollo endógeno» se entiende el proceso de desarrollo socioeconómico de una región o área mediante la potenciación coherente, equilibrada, de sus recursos propios, internos, buscando que el excedente producido se reinvierta en la región, no en el exterior excepto en casos de necesidad solidaria y altruista, de ayuda mutua y según los criterios justos de un plan global democráticamente elaborado y controlado. Ahora bien, este modelo que es justo, tiene sin embargo un inquietante punto débil, el de sus coincidencias con el modelo neoliberal de «crecimiento endógeno».
El «crecimiento endógeno» fue ideado por los neoliberales yanquis de la época reaganista, en la década de los años 80, para aumentar significativamente la productividad norteamericana aumentando lo menos posible su ya enorme dependencia hacia el exterior. Buscaban reactivar el poder económico yanqui frente al auge entonces imparable de Japón y Alemania Occidental, las dos potencias vencidas en la Segunda Guerra Mundial, y que superaban día a día a Estados Unidos, cada vez más estancado internamente. El «crecimiento endógeno» dio mucha importancia a las «no externalidades», es decir, a las capacidades propias de Estados Unidos en especial al «capital humano» y a la tecnociencia para aumentar la productividad. Para ello el Estado neoliberal debía asumir determinados costos en inversiones públicas destinados al beneficio privado de la burguesía yanqui.
La tesis del «capital humano», que se escucha cada vez más en la izquierda, también proviene del neoliberalismo imperialista. Poco después de la tesis de los tres sectores de C. Clark y en la medida en que la URSS avanzaba espectacularmente en la carrera espacial y militar, y en su modelo de desarrollo extensivo y cuantitativo, en esta medida, el imperialismo necesitaba incentivar la cualificación de su fuerza de trabajo dentro de la ideología individualista burguesa. Entre 1950-1960, T. Schultz y G. Becker, sobre todo, elaboran este concepto que fusionaba en una misma cosa el capital económico con la ideología burguesa del individuo egoísta. Había que enfrentar un modelo capitalista de ser humano al modelo socialista que crecía en las luchas de liberación nacional, en las primeras movilizaciones obreras y populares de lo que luego sería la oleada prerrevolucionaria de la década de los años 70. El «capital humano» ofrece ese modelo basado en la cualificación tecnolaboral para obtener un salario y «triunfar en la vida».
Pues bien, sobre la base de la tesis de los tres sectores, del «capital humano», de la «alianza por el progreso», de la «revolución verde», etcétera, bajo las presiones de la recuperación europea y japonesa, y de los tremendos gastos improductivos del keynesianismo militar de la segunda fase de la mal llamada «guerra fría», en este contexto, surge en el cerebro imperialista la tesis del «crecimiento endógeno» para conseguir los objetivos arriba vistos. Una mirada atenta descubre algunas similitudes de fondo de este modelo con el del «desarrollo endógeno»: reducción de la dependencia externa, potenciación de lo interno, desarrollo tecnocientífico, valoración de la creatividad social y del «capital humano», exigencia al Estado para que apoye el modelo.
Son similitudes, no identidades, pero aun así las fronteras difuminadas que les separan facilitan que la ideología dominante, la burguesa, contamine progresivamente la tesis progresista de «desarrollo endógeno», sobre todo cuando ésta no insiste con fuerza en la decisiva importancia del poder político-estatal, como lo hace la tesis del «crecimiento endógeno». Resulta muy ilustrativo que el «desarrollo endógeno» sea presentado la mayor parte de las veces dentro del cuadro del ecopacifismo y del ecologismo más «neutro», sin conexión alguna o con muy poca conexión con «la política» y menos todavía con el problema capital de la propiedad privada. La diferencia cualitativa irresoluble que debe separar siempre al «crecimiento endógeno» del «desarrollo endógeno» es precisamente la de la estrategia política, es decir, la de qué tipo de propiedad busca cada una de ellas, la privada burguesa en el caso de la tesis imperialista yanqui, o la pública socialista en el caso de la progresista. De aquí se colige que la segunda, la del desarrollo, ha de planificar todas sus tareas en vista a aumentar el poder popular, la autogestión y la democracia socialista.
No debemos reducir a simple juego de palabras la diferencia insalvable entre «crecimiento endógeno» y «desarrollo endógeno» una vez descubierta la conexión de cada una de las tesis con el problema vital de la forma de propiedad, privada o pública, capitalista o socialista en definitiva, ya que es aquí donde se oponen ambas vías. La indiferencia por el rigor conceptual y crítico facilita sobremanera el avance de la visión imperialista y el retroceso de la socialista. Un ejemplo de los nefastos efectos prácticos causados por el desdén intelectual, por la desidia teórico-política, lo tenemos en el eufemismo y en el tópico de «desarrollo sostenible», que casi siempre se usa antes o después del «desarrollo endógeno», en el mismo párrafo con mucha frecuencia, apoyándose mutuamente. Como ambos usa la palabra «desarrollo» y como ambos están bendecidos mediáticamente por la aureola ecologista abstracta la gente tiende a unirlos empleándolos como un mismo modelo.
Sin embargo, el concepto de «desarrollo sostenible» es una imposición directa de Estados Unidos a la corriente centro-reformista del ecologismo «neutral» tal cual existía en la década de 1970, y luego ha sido elevado al rango de tótem omnipresente y tabú intocable de la demagogia propagandística del «ecocapitalismo» o «capitalismo verde». A comienzos de los años 70 el ecologismo centrista, reformista-blando, a lo máximo que llegó fue a idear el término de «ecodesarrollo», ambiguo y melifluo en su esencia, pero que abría la posibilidad de mostrar la contradicción irresoluble entre los recursos finitos y lo irracional del consumismo burgués que existe en una interpretación anticientífica del concepto de «desarrollo». En 1974 hubo en México un encuentro internacional en el que se oficializó el término «ecodesarrollo» como el más adecuado, pero Estados Unidos se percató inmediatamente del peligro relativo, pero peligro, que tenía para ellos este concepto y nada menos que Kissinger llamó al presidente de México para que usando todos los medios de presión impusiese el término «desarrollo sostenible», como efectivamente ocurrió. No podemos extendernos en detalle sobre este y otros términos como «ecosocialismo», «socialismo ecológico antiimperialista», «decrecimiento», etcétera, por lo que nos remitimos al texto Socialismo ecológico antiimperialista del 7 de abril de 2010 a libre disposición en internet. Sí queremos insistir en que la confusión y la mezcla sólo benefician al capitalismo.
8. «Sociedad civil», «hegemonía». Aquí tenemos dos claros ejemplos de cómo el reformismo y la burguesía se apoderan de dos conceptos que surgen en el interior de la lucha revolucionaria, y tras convertirlos en lo contrario de lo que eran, los vuelven contra la misma revolución. En su origen el término «sociedad civil» era usado por el reformismo burgués radical, entre otras corrientes por la hegeliana de izquierdas, pero Marx lo transformó para hacer referencia fundamentalmente a la estructura socioeconómica, aunque lo usó poco y fue sustituyéndolo por otros más ricos en la medida en que profundizaba más en las contradicciones capitalistas. No fue hasta la década de 1920 en Italia cuando Gramsci recupera el concepto de Marx e intenta adaptarlo a las condiciones de la lucha de clases bajo la dictadura fascista y en un contexto mundial diferente al de la mitad del siglo XIX.
Se habían producidos muchos cambios en el capitalismo desde finales del siglo XIX a la época de Gramsci, y los fundamentales en esta cuestión eran la irrupción del imperialismo y las mejoras de los sistemas de poder político burgués, mejoras apenas conocidas por Marx y Engels, y poco conocidas por Lenin. Pero Gramsci no pudo desarrollar plenamente su idea de la «sociedad civil» tanto por las durísimas condiciones carcelarias, la censura, la falta de libros y de documentos, la mala salud, etcétera, como por la propia dificultad de toda investigación teórica, resultando que en él se encuentran tres definiciones borrosas de «sociedad civil»: la que la hace más resistente y flexible que el Estado y exterior a éste; la que le iguala al Estado pero desde fuera y la que prácticamente la incluye dentro del Estado. Estas y otras ambigüedades, como la de la «hegemonía», han sido aprovechadas por el reformismo para sus fines, como veremos.
En Marx y Engels encontramos antecedentes sobre otra versión de «hegemonía» ya en 1850 y sobre todo a partir de 1860 que se van concretando más en el llamado «último» Engels. Fue Lenin el primero que lo teorizó con rigor nada menos que en 1902 en su obra clásica ¿Qué hacer? tan odiada y denostada, pero más actual que nunca en lo básico. Volvió a hacerlo pero sin citar el término durante la revolución de 1905 y de nuevo desde finales de 1917 hasta su muerte. Para los bolcheviques la «hegemonía» era la capacidad de aglutinación de todas las fuerzas progresistas y democráticas de una sociedad dirigidas por la clase trabajadora hacia la toma del poder político. El objetivo de la «hegemonía» bolchevique era -y es- muy preciso: multiplicar todas las fuerzas democráticas, progresistas y revolucionarias posibles, abarcando el conjunto de la sociedad hasta los mínimos rincones, para lograr que el salto revolucionario sea lo más corto y breve, lo más amplio en participación directora de masas, lo más democrático socialista, y lo menos violento posible. Por pura lógica, este modelo de «hegemonía» es inaceptable por el reformismo.
El término más común y corriente de «hegemonía» va indisolublemente unido al de «sociedad civil», arrastrando todas sus imprecisiones ya que según cual de las tres definiciones borrosas se tome como referente, se realizará tal o cual modelo de «hegemonía». Pero ocurre que incluso con sus ambigüedades, incluso así, las relaciones internas entre Lenin y Gramsci son innegables, existiendo una unidad revolucionaria esencial e irrompible, lo que hace que incluso cualquiera de las tres versiones de «hegemonía» gramsciana terminen chocando con el poder burgués si son llevadas a la práctica tal cual lo pensaba el Gramsci de los consejos obreros, de la revolución socialista, de las relaciones entre las clases y el partido como el «intelectual» inserto en las masas y surgido de ellas.
Es esta la razón de fondo que explica por qué desde la década de 1960 la intelectualidad reformista iniciase, bajo la dirección de N. Bobbio, la falsificación sistemática de Gramsci para adaptarlo a la política burguesa del Partico Comunista Italiano (PCI). Ocurría que su modelo básico de «hegemonía» era en lo esencial inseparable del bolchevique y del marxista, por lo que tarde o temprano era enemigo mortal del capitalismo. Por esto había que crear otra «hegemonía» opuesta. En la década de 1970 este proceso estaba dando sus frutos en lo que se denominó «eurocomunismo», que no era sino el proceso de integración de la mayoría de los partidos comunistas oficiales en el sistema democrático-burgués de aquellos decisivos años, precisamente cuando todavía se mantenía al alza la oleada prerrevolucionaria iniciada a finales de la década de 1960. Desde y para los intereses de la humanidad trabajadora, el eurocomunismo fue un estrepitoso fracaso, pero para el imperialismo fue una ayuda decisiva en la derrota de aquella oleada prerrevolucionaria. Más aún, la facilidad relativa con la que el capital impuso inmediatamente después el llamado neoliberalismo está en relación directa con la responsabilidad del eurocomunismo en el aplastamiento de las esperanzas emancipadoras.
Pero no acaba aquí la cosa. Significativamente, la versión reformista de «hegemonía» dada por el eurocomunismo -«lograr la hegemonía político-cultural en la sociedad civil para avanzar al “socialismo democrático” mediante la transformación pacífica del Estado»- fue recuperada del olvido nada más aparecer los primeros indicios de una nueva oleada mundial de luchas de clases y de liberación nacional a comienzos de la década de 1990. Pero ahora el reformismo actuó sin tapujos porque abandonó cualquier referencia protocolaria y tópica a la revolución, al proletariado, a la lucha de clases, a la opresión nacional, al Estado como aparato terrorista, al imperialismo y al capital financiero-industrial, etcétera, para volcarse en la «sociedad civil formada por las ONG y los movimientos sociales», en la «antiglobalización» y en el «altermundialismo», en la «democracia mundial asegurada por la “gobernanza”», en las «intervenciones humanitarias para hacer respetar los “derechos humanos”», en la «multitud que ha surgido tras la desaparición del proletariado y de la lucha de clases tradicional», y un largo etcétera.
No hay duda de que esta mitología reformista, llena de eufemismos y tópicos readecuados a las necesidades del capital a comienzos del siglo XXI, está presente en buena parte de los «indignados», del 15M y de otros «nuevos movimientos cívico-pacíficos» que se formaron en el pasado a partir de versiones reformistas-duras de la socialdemocracia y reformistas-blandas del eurocomunismo, y que de ahí han contaminado a sectores ignorantes de la izquierda desorientada y crédula. Pese a ser innegable que la brutal crisis sistémica que azota al capital de manera inocultable desde 2007 ha destrozado estos y otros actos de fe, irracionales, en los dogmas de la democracia-burguesa vigente, siendo esto cierto, todavía subsisten creencias de ese tipo, porque sus anclajes intelectuales no son sólo conscientes sino también irracionales, inconscientes, ya que la manipulación de este componente de la psicología humana burguesa está mucho más desarrollado por el reformismo y la derecha burguesa que por la izquierda.
Deberíamos seguir analizando críticamente otros tópicos y eufemismos al uso, pero es más necesario exponer los puntos de diferencia cualitativa, insalvables, entre la ideología burguesa en su forma reformista y la teoría revolucionaria. Vamos a empezar exponiendo la cuádruple diferencia irresoluble que separa a ambas concepciones.
9. «Teoría de la explotación asalariada». La crítica marxista sostiene que no se puede conocer el capitalismo en su devenir diario, cotidiano, si no se parte de la explotación asalariada, es decir, si no se tiene en cuenta que todo, absolutamente todo, está determinado por y gira alrededor de la explotación de la mayoría trabajadora por la minoría burguesa. Por explotación asalariada y por mayoría trabajadora se entiende también a todas aquellas personas que directa e indirectamente dependen de un salario porque no tienen otra forma de resolver su vida. Depender indirectamente quiere decir que aunque no se trabaje por un salario, incluso aunque no se cobre ninguna jubilación o pensión o ayuda social mínima, incluso así se vive gracias al salario o a la pensión, etcétera, que recibe un miembro de la familia o del entorno, el marido o la mujer, el abuelo, la hija o quien fuere. La juventud obrera y campesina, aunque no trabaje porque está en paro o no ha encontrado aún trabajo, o esté estudiando, esta juventud malvive gracias al salario familiar, o a cualquier miseria de «ayuda social», de manera que esa juventud pertenece objetivamente a la mayoría explotada aunque subjetivamente no tenga conciencia de ello.
Pues bien, la explotación asalariada y la dependencia directa o indirecta del sistema del salario determina toda la existencia sociopolítica, cultural y ética, cotidiana, afectiva y emocional, y la misma salud psicosomática, de la mayoría inmensa de la población bajo el capitalismo. Este criterio es decisivo e imprescindible para conocer otros conceptos fundamentales como el de clases sociales, pueblo trabajador, lucha de clases, etcétera, y para entender sobre todo las formas que el capitalismo introduce en la histórica explotación patriarcal de las mujeres, las formas de la opresión nacional, del racismo y de la xenofobia en el capitalismo. La teoría de la explotación se sintetiza en la teoría de la plusvalía, que explica y demuestra cómo se enriquece la burguesía y se empobrece la mayoría explotada; cómo y para qué está el Estado burgués y qué conexiones internas tiene con la plusvalía; qué es y por qué es inevitable la lucha de clases y sus oleadas periódicas; y por qué siempre resurgen las crisis económicas y tienden a agudizarse con el tiempo.
Por el contrario, el reformismo termina, de algún modo u otro, negando la teoría de la explotación burguesa, diciendo que no es para tanto, que aunque pueda ser que existiera en algún momento del capitalismo pasado ahora ha desaparecido o está a punto de ser erradicada para siempre si se «sabe hacer política realista y paciente dentro de la democracia», cambiando poco a poco la legislación, «conquistando parcelas del Estado mediante la hegemonía de la sociedad civil», desplazando paulatinamente a los sectores más duros de la clase dominante y negociando con los más blandos para dividir a la burguesía, etcétera. Parte de lo esencial de esta creencia en milagros proviene del socialismo utópico e incluso de los movimientos artesanales y campesinos del medievo, pero la forma coherente actual empezó a tomar cuerpo en la segunda mitad del siglo XIX para aparecer escrita como «teoría» justo al final de ese siglo y comienzos del siglo XX. Desde entonces ha ido de fracaso en fracaso si lo miramos desde los intereses de la humanidad trabajadora, y de éxito en éxito si lo miramos desde los del capitalismo, porque le ha servido de maravilla para desmoralizar, desunir y derrotar toda serie de luchas.
10. «Teoría del Estado y de la violencia». Va unida a la de la plusvalía porque el Estado burgués es imprescindible para la buena marcha de los negocios capitalistas, para asegurar, ampliar y endurecer la explotación asalariada en todas sus formas, desde la realizada en el interior de las fábricas más modernas, en los centros de I+D+i más cualificados y especializados, hasta la explotación de las familias campesinas pasando por los tallercitos de la pequeña burguesía. También es fundamental para garantizar el control y la represión, la pasividad sumisa de la gente explotada que vive y depende del salario indirecto, las mujeres que sufren la explotación doméstica, la juventud, la tercera edad, las infraclases, el precariado y el pobretariado, etcétera, es decir, los sectores crecientes de la «fuerza de trabajo globalmente explotable» que malviven en las barriadas empobrecidas del capitalismo mundializado. Sin olvidarnos, obviamente, de la opresión nacional directa de pueblos enteros, a los que se les impide violentamente disponer de su propio Estado, y las cada vez más naciones formalmente independientes que, a pesar de tener su Estado propio, están dominadas por el imperialismo y el capital financiero-industrial.
La eficacia del Estado se demuestra sobre todo en los períodos de crisis, y cuanto más grave y profunda es ésta más necesario se hace el Estado para la burguesía para, uno, poner orden en las fracciones internas de la clase dominante, necesidad básica; dos, negociar en buenas condiciones con otros Estados burgueses más poderosos y con empresas transnacionales; tres, aplicar las medidas económicas y sociopolíticas necesarias para descargar la crisis sobre la mayoría explotada, atemorizándola, paralizándola, golpeándola; y, cuatro, si lo anterior no sirviese, reprimir con más dureza hasta llegar al terrorismo masivo del golpe de Estado, del militarismo o del fascismo. En las crisis, la burguesía recorta su democracia y refuerza su Estado, y hasta acaba con su propia democracia para absolutizar su Estado, porque si él o con uno débil, la burguesía no puede aplicar estas cuatro medidas imprescindibles, de las que depende su existencia como clase dominante.
Por esto, conforme empeora la situación socioeconómica la ideología reformista sobre el Estado empieza a hacer aguas por todas partes. Esta creencia sin base científica alguna sostiene que el Estado es un «instrumento neutral que puede ser ganado pacíficamente por la sociedad civil mediante su hegemonía político-cultural». Es cierto que la izquierda puede llegar a tener alguna mayoría en los parlamentos y en otras instituciones menores del Estado, e incluso puede llegar a formar gobierno, pero una cosa es que el poder fáctico preste el gobierno por un ciclo electoral a la izquierda y otra totalmente diferente es que le entregue el Estado al completo y sobre todo sus aparatos decisivos: defensa y servicios secretos, economía y hacienda, jurisprudencia, política internacional, básicamente. Hay dos cosas por las cuales la clase dominante desencadena el más atroz de sus muchos terrorismos: la propiedad privada de las fuerzas productivas, y la propiedad privada del Estado y sobre todo de sus fuerzas represivas.
11. «Teoría del conocimiento y de la praxis». La explotación asalariada y la brutalidad del Estado burgués aparecen al desnudo en los momentos de crisis, pero a diferencia de los modos de producción precapitalista que se basaban en un recurso directo a la violencia física y/o a la violencia simbólica como la religión, para obligar a las clases explotadas a entregar una parte apreciable del producto de su trabajo, en el capitalismo la violencia física se mantiene en segundo o tercer lugar mientras sean efectivos otros medios de alienación que hacen que las clases explotadas crean que no lo están, que su situación en normal, justa y lógica. O sea, el capitalismo lograr invisibilizar la explotación durante el tiempo que dure la «normalidad social». La efectividad de este ocultamiento tiene mucho que ver con la capacidad del sistema para invertir la realidad, para presentar la causa como efecto y viceversa, para hacer creer a la gente que vive como no vive y que no puede vivir de otra forma, presentando el malestar como el bienestar.
La ideología capitalista tiene precisamente esta función y en base a ella se levanta el conjunto de interpretaciones y creencias que justifican el orden establecido bajo el celofán de «método científico de pensamiento». La ciencia es una fuerza contradictoria, emancipadora por un lado, pero inserta en la producción capitalista por otro en forma de tecnociencia industrial-militar cuando está en manos burguesas. La teoría marxista del conocimiento, dialéctica en sí misma, dice abiertamente que el pensamiento crítico es una fuerza material revolucionaria cuando prende en las masas y cuando llega al meollo de las contradicciones irreconciliables del capitalismo. Pero dice también que bajo la dominación burguesa la ciencia es manipulada, castrada y censurada en beneficio imperialista, y que el núcleo del problema radica, de nuevo, en la cuestión del poder y de la propiedad pública o privada de los instrumentos de producción científica.
La creencia, toda creencia, es antagónica con la praxis humana, con la capacidad de nuestra especie de crear durante su antropogenia cosas radicalmente nuevas a partir de situaciones de escasez, necesidad y/o explotación. La praxis es la capacidad que cultivan las personas libres, sin ataduras ni dependencias castrantes que anulan la independencia de pensamiento e inventiva, para producir cosas radicalmente nuevas forzando saltos cualitativos en las viejas. Por esto, la teoría del conocimiento tiene en la praxis el fundamento de verificación objetiva de su validez. Sin praxis no existe criterio de verdad posible. La dialéctica entre mano y mente es la base de la hominización, y el instrumento por excelencia para la base de toda libertad y cultura como administración colectiva de los valores de uso: la reducción del tiempo de trabajo necesario y explotado al mínimo socialmente posible, y la ampliación al máximo posible en cada fase histórica del tiempo liberado, el creativo. La teoría del conocimiento está así conscientemente involucrada en la lucha por el aumento del tiempo libre, durante el cual la praxis puede desarrollar toda su radical creatividad.
El reformismo ha rechazado siempre el potencial científico-crítico de la dialéctica materialista aunque todos los avances lo demuestran una y mil veces. Rechaza este método porque pone al descubierto las contradicciones internas, su lucha, su movimiento, su interacción y su finitud, y eso es inaceptable para una sociedad injusta y opresora que dice ser eterna. Para mantener esa ficción, la burguesía ha de impedir todo pensamiento realmente científico-crítico que muestre qué es la plusvalía, qué es el Estado, qué son las crisis, qué es la catástrofe ecológica y por qué se está acelerando y extendiendo, qué es el sistema patriarco-burgués y por qué encuentra apoyos incondicionales en los fundamentalismos religiosos e irracionales y en los derechismos de toda índoles, etcétera. Pero en medio de las crisis, solamente el método marxista puede explicar qué sucede, por qué y cómo salir de la situación, mientras que el reformismo se desploma en la nada o se protege en la sombra del fascismo.
11. «Teoría ético-moral e ideal de vida». La teoría marxista del conocimiento no niega la materialidad de la ética como fuerza política, sino que la afirma, sostiene que la ética y la moral son fuerzas prácticas que actúan dentro del proceso de conocimiento, orientándolo en el sentido revolucionario o en el reaccionario, tras castrar sus componentes emancipadores. Semejante tesis rompe con uno de los dogmas del positivismo dominante, el de la separación entre juicios de valor y juicios de hecho, entre ética y ciencia, para decirlo con la terminología oficial. Pero la interacción entre subjetividad ética y objetividad científica no se realiza en base a los dogmas positivistas aunque sean materialistas mecanicistas, e idealistas, sino en base a otra concepción opuesta en la que el valor de la ética está ya inserto en el proceso histórico previo a la elaboración práctica de la ciencia, y viceversa. Valor ético inseparable de las condiciones sociopolíticas de cada período, sean progresistas o reaccionarias.
En cada período histórico pugnan a muerte valores éticos y morales opuestos, los dominantes, los de la minoría explotadora, y los de la mayoría explotada, los dominados. Los dominantes tienen una abrumadora superioridad de medios para actuar e imponerse, pero los dominados logran mal que bien, con muchas dificultades, dejar su rastro en la historia del pensamiento, y hasta propiciar avances espectaculares en el conocimiento humano. La dialéctica de la unidad y lucha de contrarios también aparece aquí en su máxima tensión entre la ética de la obediencia al dogma y la ética de la libertad de pensamiento crítico y creativo. La ética de la sumisión tiene las de ganar por razones de miedo y de cobardía, de interés egoísta, pero la ética de la liberación no se resiga en modo alguno. Históricamente vista esta lucha, la libertad humana debe mucho más a los sacrificios de la ética insurgente y revolucionaria, orgullosa y digna, que a la del egoísmo miedoso.
La acción de los valores revolucionarios dentro de la totalidad de la praxis humana es la que explica que, para el marxismo, el sentido e ideal de la vida sea el de dar vida al sentido de la lucha como acción consciente por la liberación de toda injusticia, como ideal que se materializa en fuerza revolucionaria de clases trabajadoras y pueblos oprimidos. El ideal de vida es el de la praxis como capacidad de crear lo radicalmente nuevo, y en toda sociedad basada en la propiedad privada, lo radicalmente nuevo es la propiedad socialista como primer paso al comunismo. El ideal de vida es el comunismo materializado.
El reformismo no puede aceptar la ética revolucionaria y su ideal de vida, porque ésta niega de raíz la base misma de la ideología reformista: el rechazo del derecho a la rebelión contra la injusticia, la negación del derecho a la desobediencia práctica a las órdenes injustas e inhumanas, la defensa del deber ético-moral de socorrer con todos los medios a la persona o al colectivo explotado, esclavizado. No hay duda de que la ética revolucionaria tiene, por tanto, directos efectos sobre el desarrollo del pensamiento, de la vida cultural y científica, que no sólo sobre la política y la economía. Dado que la ética marxista define lo que es bueno o malo, lo que es libertad o esclavitud en base a algo tan elemental como es la explotación humana, por esto mismo, su impacto directo sobre todo lo que gira dentro y alrededor del proceso explotador, desde la ciencia de la producción hasta la ciencia médica, pasando por cualquier forma de conocimiento humano por muy lejano que aparente estar de la vida económica, este impacto va al corazón mismo del proceso explotador en todas sus expresiones, sean materiales y física o espirituales y culturales.
Acabando, contra los eufemismos y los tópicos, contra la creencia reformista y contra la ideología reaccionaria, esta cuádruple diferencia irreconciliable que distingue y separa a la práctica revolucionaria de la contrarrevolucionaria marca los puntos elementales objetivos que siempre tenemos que emplear como señales de alarma en toda praxis, en toda acción práctica y en toda acción teórica. La cuádruple oposición absoluta nos muestra el límite objetivo a partir del cual aparece el abismo insondable de la opresión visible e invisible, el vacío absoluto por el que nos despeñamos al despreciar las lecciones de la historia.
IÑAKI GIL DE SAN VICENTE
EUSKAL HERRIA 10-VI-2012
R. Levins, Cuando la ciencia nos falla
«“Capitalismo”, “imperialismo”, “explotación”, “dominación”, “desposesión”, “opresión”, “alienación”… Estas palabras, antaño elevadas al rango de conceptos y vinculadas a la existencia de una “guerra civil larvada”, no tiene cabida en una “democracia pacificada”. Consideradas casi como palabrotas, han sido suprimidas del vocabulario que se emplea tanto en los tribunales como en las redacciones, en los anfiteatros universitarios o los platós de televisión.»
F. P. Garnier, Contra los territorios del poder
«El lenguaje, los conceptos y los eufemismos son armas importantes de la lucha de clases “desde arriba”, concebidos por periodistas y economistas capitalistas para maximizar la riqueza y el poder del capital. En la medida en que los críticos progresistas e izquierdistas adoptan estos eufemismos y su marco de referencia, sus críticas y las alternativas que proponen se ven limitadas por la retórica del capital. Poner “comillas” entre los eufemismos puede ser una señal de desaprobación, pero no sirve para promover un marco analítico distinto, necesario para el éxito de la lucha de clases “desde abajo”. Y lo que es igual de importante, elude la necesidad de una ruptura fundamental con el sistema capitalista, incluido su lenguaje corrupto y sus conceptos engañosos. Los capitalistas han derribado las conquistas más esenciales de la clase trabajadora y nosotros no podemos contraatacar el dominio absoluto del capital. Esto debe volver a plantear la cuestión de la transformación socialista del Estado, la economía y la estructura de clases. Una parte intrínseca de este proceso debe ser el rechazo absoluto de los eufemismos utilizados por los ideólogos capitalistas y su sustitución sistemática por expresiones y conceptos que reflejen fielmente la cruda realidad, que identifiquen claramente a los responsables de esta decadencia y que definan a los agentes políticos de la transformación social.»
J. Petras, Política del lenguaje y lenguaje de la regresión política
1. DEMOCRIA Y MENTE PACIFICADAS
2. CRISIS FINANCIERA
3. ESTADO DEL BIENESTAR
4. SECTORES PRODUCTIVOS
5. DEMOCRACIA DIRECTA, PARTICIPATIVA Y REPRESENTATIVA
6. JUSTICIA SOCIAL, REPARTO DE LA RIQUEZA
7. DESARROLLO ENDOGENO Y DESARROLLO SOSTENIBLE
8. SOCIEDAD CIVIL. HEGEMONIA
9. TEORÍA DE LA EXPLOTACION ASALARIADA
10. TEORÍA DEL ESTADO Y DE LA VIOLENCIA
11. TEORIA DEL CONOCIMIENTO Y DE LA PRAXIS
12. TEORIA ÉTICO-MORAL E IDEAL DE VIDA
1. Democracia y mente pacificadas. Entre otras cosas, los tópicos son también las expresiones triviales o vulgares, es decir, las que de tanto usarse sin carga crítica, sin insistir en su contenido político, han terminado por volverse huecas, vacías y manipulables por la ideología dominante, la del poder establecido, que las recarga en su provecho. Los eufemismos son las trampas lingüísticas que el poder hace para destruir la carga peligrosa de un concepto, desnaturalizándolo para hacerlo aceptable al lenguaje de la dominación. Tópicos y eufemismos son dos de los métodos que el poder tiene para imponer la ignorancia tal cual la define R. Levins en la cita anterior, de modo que terminamos creyendo que somos cultos, que estamos formados intelectualmente, cuando en realidad somos dogmáticos -no usar categorías dialécticas, flexibles, no rígidas- e ignorantes.
Bajo la «democracia pacificada» en la que malvivimos, los conceptos radicales, los que tienen el potencial teórico capaz de demostrar que la civilización burguesa se asienta sobre la explotación humana, estos conceptos son sistemáticamente expulsados de los llamados «medios de comunicación» y del sistema educación muy especialmente, de manera que la juventud los desconoce, no llega a oírlos o leerlos hasta muy tarde, y cuando lo hace no los comprende o los malinterpreta porque, además, ha sido educada en el mecanicismo y en el dogmatismo, en la ignorancia de lo que es la dialéctica, la capacidad de penetrar hasta la esencia de un problema para descubrir en ella la permanente unidad y lucha de sus contrarios antagónicos.
La democracia pacificada requiere de mentes pacificadas para su correcto funcionamiento. Con toda razón, se utilizan acertadas expresiones críticas como «figura del Amo», «policía mental», «cadenas de oro», «miedo a la libertad» y otras para mostrar de manera pedagógica cómo el poder se ha introducido en nuestra personalidad pacificándonos desde dentro, castrando nuestra independencia de praxis, de crear cosas y pensamientos nuevos y críticos, inasimilables por el sistema. La pacificación de las mentes se realiza desde el mismo instante en el que empieza a formarse la personalidad humana predisponiéndonos desde entonces a la obediencia. La mente pacificada se caracteriza por la credulidad ante la mentira, por la mansedad ante opresión y por la aceptación normalizada del lenguaje lleno de eufemismos y de tópicos.
Si no sabemos qué es el concepto marxista de clase social, o de pueblo trabajador, o de plusvalía, o de Estado, o de democracia, por ejemplo, seremos incapaces de conocer el sentido y la realidad práctica, material y objetiva, de lo que es una huelga o un cierre de una empresa que condena al paro a sus trabajadores, o cómo y de dónde obtiene la burguesía sus inmensas propiedades, o para qué está la burocracia estatal y el porqué de su ferocidad represiva en determinados momentos, o qué es la opresión nacional, etcétera. No conoceremos estas realidades y otras con ellas unidas, porque el no uso de los conceptos nos impide conocer las conexiones entre los problemas que nos destrozan la vida, entre sus partes sustantivas, cómo forman una unidad de sentido y de significado que nos explica su origen, su evolución y movimiento y sus contradicciones internas, sus conexiones con otros problemas; y menos aún conoceremos sus tendencias internas y las posibilidades que ellas surgen y en las que debemos intervenir para orientarlas en la dirección revolucionaria.
Muy frecuentemente, el reformismo se incuba en la oscuridad de la ignorancia, en esa afirmación de Rosa Luxemburg en su crítica a Bernstein de que el rechazo de la dialéctica marxista y la vuelta a formas de kantismo, a su rigidez y quietud, como lo define Clara Dan, es una constante del reformismo. El empleo común en las conversaciones cotidianas y en los supuestos debates profundos de una mezcla de tópicos, eufemismos, sobreentendidos, falsedades y errores, polisemias, estereotipos, etcétera, es mucho más frecuente de lo que creemos. Si a esta realidad le unimos los años de descrédito de la teoría marxista y de exuberante triunfalismo de todas las modas post -postmodernismo, postmarxismo, postestructuralismo, postcapitalismo,…-, comprendemos por qué muchas de las reflexiones de la izquierda sobre los cambios del capitalismo real no pasan de ser pobres elucubraciones abstractas y formalistas, con inquietantes tendencias subterráneas de deriva reformista. En este sentido, las aclaraciones muy pertinentes que hace J. Petras sobre el contenido real de expresiones como «demandas del mercado», «libre empresa», «libre mercado», «recuperación económica», «privatización» y «eficiencia», se caracterizan por mostrar además de la mentira inherente a la versión eufemística de tales conceptos, sobre todo su dialéctica interna.
Aquí vamos a exponer muy resumidamente sólo unos pocos tópicos y eufemismos que se emplean habitualmente en la izquierda revolucionaria, en la independentista también. ¿Cómo se ha llegado a semejante linealidad y pobreza teórica? La coerción sorda e invisible que la burguesía ejerce sobre el conocimiento humano y en especial sobre el crítico explica en parte el problema, aunque debemos incluirla dentro de los efectos que causa el fetichismo de la mercancía en la inversión del pensamiento humano. También lo explica en parte la desmoralización de muchas fuerzas revolucionarias tras la caída de la URSS y la incapacidad de la «teoría» stalinista para explicar el derrumbe y para responder a las nuevas modas ideológicas burguesas de finales del siglo XX. Pero tampoco debemos olvidar o menospreciar la indiferencia de las organizaciones revolucionarias para volver sistemáticamente a los famosos y siempre necesarios «cursos de formación de la militancia».
2. «Crisis financiera». Se dice que la actual es una crisis financiera a secas y es verdad que el detonante de la crisis, la chispa, fue el capital financiero, pero el combustible, lo decisivo, fue la caída de la tasa media de beneficio del capital industrial. A la altura de los aplastantes datos mundiales, seguir sosteniendo que la crisis es sólo financiera es también desconocer la fusión de capitales, que las grandes corporaciones industriales tienen sus propios departamentos financieros, sus agencias auxiliares específicas para moverse ágilmente por los enrevesados recovecos de las miles de caras de la ingeniería financiera. Del mismo modo, los grandes bancos tienen sus departamentos de inversión industrial, al igual que el capital-servicios también está conectado con el financiero y el industrial. Si además tenemos en cuenta la otra economía, la negra o subterránea, la ilegal y criminal, entonces vemos que la interconexión entre las tres formas del capital -industrial, financiero y de servicios- es más estrecha de lo aparente. Una correcta definición de qué grado de fusión existe entre industria, banca y servicios, entre producción, circulación y reproducción ampliada, es también decisiva para saber definir qué es la burguesía imperialista, qué es la mediana burguesía en los Estados débiles formalmente independientes, qué es la pequeña burguesía en estos Estados.
El problema se resuelve cuando profundizamos de este nivel de estudio a otro más serio y válido, el del capital destinado a la producción de bienes de producción, el destinado a la producción de bienes de consumo y el destinado a la producción de bienes de destrucción. Desde esta visión más profunda, comprendemos rápidamente el riesgo reformista que late en reducir la crisis actual a una mera crisis financiera, aunque de inmediato digamos que también se trata de una crisis ecológica, de recursos, alimentaria, de valores, etcétera, es decir, de una crisis sistémica, civilizacional o como queramos definirla, lo cual es cierto. El error que abre la posibilidad de deriva reformista radica en que al echar la culpa de todo sólo al capital financiero, sin hablar para nada del capital industrial-financiero, de las conexiones con el de servicios en cualquiera de sus formas, con la economía criminal, etcétera, por un lado, desconocemos las contradicciones internas del capital que generan las crisis y el papel clave e inevitable de caída de la rentabilidad industrial, y, por otro lado, creemos que con simples reformas financieras, fiscales y monetarias, incluso con un mayor «control democrático» del capital financiero estricto, iremos saliendo de la hecatombe actual.
Para acabar este punto, definir correctamente la naturaleza de la crisis y la composición del capital financiero-industrial de alta tecnología global es especialmente decisivo para las naciones oprimidas que se debaten aún en la duda hamletiana de si existe o no una «burguesía nacional» con la que pactar concesiones «interclasistas». El error radica en confundir burguesía con pequeña-burguesía, desconociendo sus identidades y sus diferencias, y por tanto en no saber discernir qué pactos tácticos o estratégicos se pueden realizar con ambas y por cuanto tiempo. Estos y más errores provienen de usar sin crítica alguna el tópico de la sociología y de la economía burguesa del «capital financiero» y de la «crisis financiera» a secas, metafísica, dogmática y mecánicamente.
3. «Estado del bienestar». Se trata de un eufemismo destinado a negar la naturaleza explotadora y violenta de todo Estado burgués, aunque haya desarrollado desde finales del siglo XIX algunas medidas de desactivación e integración funcional de reivindicaciones obreras y populares en el proceso de reproducción del capitalismo. Para la burguesía es inaceptable la teoría marxista del Estado como instrumento de explotación de clase y patriarcal, y de opresión nacional. Por eso debe crear un eufemismo que, con el uso, se convierta en tópico asumido por la gente, y el mejor es el del «Estado del bienestar». Pero tal cosa no existe, a lo sumo que puede existir es el «Estado de menos malestar», es decir, el Estado que por razones fáciles de entender ha suavizado parcialmente los mecanismos más duros de explotación y ha creado medios de integración de las masas en el orden capitalista.
El «Estado del bienestar» es producto de la interacción de tres factores: una burguesía enriquecida por la explotación interna y las sobreganancias imperialistas; un movimiento reformista potente capaz de suplantar al movimiento revolucionario y pactar con la burguesía; y un contexto internacional propiciador que facilita y hasta fuerza esas medidas. Esas condiciones básicas se dieron parcialmente desde finales del siglo XIX en algunos Estados europeos, y sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial. Desde finales de los años 70 de ese siglo esta forma de Estado se hacía insostenible por la gravedad creciente de la crisis y por el agotamiento del keynesianismo y taylor-fordismo. La contraofensiva neoliberal, eufemismo creado para ocultar lo real que se ha convertido en una coletilla, en un tópico, tenía, tiene y tendrá el objetivo de acabar con esta forma-Estado y retroceder a formas anteriores.
El uso tópico, a modo de coletilla fácil, del eufemismo de «Estado del bienestar» refuerza la ideología interclasista al fortalecer la creencia de que puede existir un «Estado benefactor» o «protector», mito sólo defendible mediante la fe y la creencia porque su existencia histórica no está avalada por ninguna experiencia material desde el origen del capitalismo y menos aún desde que este mito milagrero empezó a tomar forma con el socialismo utópico y luego con el lassalleanismo socialdemócrata en la mitad del siglo XIX. Lo malo de esto es que el abuso de estas modas útiles al capital refuerza la tesis de que la explotación burguesa puede ser reformada, mejorada, suavizada en una primera instancia mediante pactos que no toquen ni cuestionen la propiedad privada de las fuerzas productivas, logrando así un tiempo neutro durante el cual las clases explotadas multipliquen sus fuerzas y lleguen a la hegemonía civil para, de este modo, abrir una transformación pacífica y suave, casi imperceptible para la burguesía, del «Estado del bienestar» al «Estado socialista»: este era el dogma de fe de la socialdemocracia y en concreto de su «tercera vía» anglosajona, de T. Blair y Clinton. Como ya lo advertía el marxismo, este espejismo ilusionista ha fracasado. No existen milagros, existe la certidumbre de la lucha revolucionaria.
4. «Sectores productivos». Tanto la economía clásica burguesa como la marxista se basan en la prioridad del sector productivo de bienes de producción, de valor y de riqueza en suma. Este es el punto elemental sobre el que se basa la posibilidad de conocer y dirigir la sociedad. Pero desde la segunda mitad del siglo XX la burguesía imperialista anglosajona empezó a reforzar la corriente neoliberal hija del marginalismo neoclásico del último tercio del siglo XIX, que era la definitiva renuncia de la burguesía a toda pretensión de conocimiento de su economía, y retroceso al subjetivismo más idealista posible: el de la preferencia subjetiva del individuo burgués abstracto. Además, bajo las crecientes presiones de las luchas antiimperialistas que buscaban un modelo de desarrollo opuesto al capitalista, no tardó en aparecer una «teoría del desarrollo» que justificase las tesis de la «alianza por el progreso», que era la tapadera humanista de las atrocidades del imperialismo contra los pueblos rebeldes. La tesis de los tres sectores productivos, del primario o agrícola, del secundario o industrial, y del terciario o de servicios, fue creada por C. Clark en 1940.
Esta tesis refuerza la ideología neoliberal en su aplicabilidad al «tercer mundo» porque prima la exportación de productos agrícolas dependientes del mercado mundial, en vez de una política planificada de industrialización, que es lo que querían los pueblos antiimperialistas o algunas fracciones burguesas latinoamericanas que aplicaron durante poco tiempo el programa de «sustitución de importaciones» tan positivo hasta que fue dinamitado por la alta burguesía vendida a los yanquis. Además, ha sido muy correctamente criticada por sus nefastas consecuencias con respecto al ecosistema, al primar la máxima producción agraria como el criterio óptimo de desarrollo. No es casualidad que las instituciones imperialistas se volcaran a favor de las tesis de Clark como modelo idóneo.
Su aplicabilidad para el capitalismo desarrollado es también óptima para la burguesía porque trocea e incomunica en tres áreas no relacionadas con la producción de valor lo que hasta entonces era visto como una unidad, incluso por la economía clásica burguesa. Oculta la realidad básica del funcionamiento económico que gira siempre alrededor de la producción de beneficio que, en la práctica, recorre en mayor o menor grado a los tres sectores: la industria agroalimentaria; la industria de producción de bienes de producción o sector secundario, y la industria de bienes de consumo o sector servicios. Por otra parte, el sector servicios en realidad también está dentro de los otros dos sectores y, por no extendernos, en esta rotura de la unidad económica se difumina el capital financiero en el sentido estricto. De este modo, también se dificulta el conocimiento crítico de la unidad de clase de la burguesía.
El peligro que late en la utilización acrítica y tópica de esta tesis es el derivado de su origen imperialista y neoliberal: que oculta las fundamentales relaciones de explotación de la fuerza de trabajo, que fue uno de los objetivos buscados por la corriente marginalista y neoclásica de la que proviene esta tesis. La explotación de la fuerza de trabajo está presente en los tres sectores, pero al presentarlos aisladamente se pierde de vista lo que les conecta internamente, que no es otra cosa que la búsqueda de plusvalía, de beneficio máximo, por parte de la burguesía. Si no se usa el concepto-clave de «explotación asalariada» desaparece de nuestra vida el concepto de capitalismo y de lucha de clases, y empezamos a deslizarnos hacia el reformismo.
5. «Democracia directa, participativa, representativa». Son expresiones que pueden valer si sólo se usan muy precavidamente en su alto nivel de abstracción difusa e imprecisa, pero no más allá, no para hacer política revolucionaria concreta, pues no hacen ninguna referencia al problema decisivo: el del poder que define a la democracia, o sea, democracia burguesa o democracia socialista, y menos aún a las formas específicas de la democracia burguesa como son la democracia de la nación estatalmente opresora, la democracia patriarco-burguesa, etcétera.
Por «democracia directa» puede entenderse la que se ejerce en la inmediatez más cercana de la vida, en el trabajo, en la vecindad y ayuntamiento, en la escuela, etcétera. Por «democracia participativa» puede entenderse la practicada en instancias más distantes, administrativas y políticas, en las que la acción directa está restringida por mediaciones institucionales y legales que exigen ciertos trámites de control. Y por la «representativa» debe entenderse lo que su propio nombre indica: somos representados por alguien que dice defender nuestros intereses. Como se aprecia, el problema del poder político, de clase, nacional y patriarcal, en general y de sus múltiples formas concretas de plasmación, desaparece en los tres niveles porque se silencia su contenido explotador y represivo. Puede y debe sobreentenderse que la explotación y la represión están activas resistiéndose a cada una de las democracias, pero en la medida en que no se cita su presencia y que no se insiste en la esencia burguesa de la democracia realmente existente -además de «democracia española», «patriarco-burguesa», etcétera-, en esta medida va disminuyendo la efectividad concienciadora de términos como «democracia directa», a pesar de ser el más explícito de todos.
¿«Democracia directa» de quienes y contra quienes? Porque la democracia se practica en defensa de derechos amenazados o para conquistar derechos negados, y entonces surge o se endurece el choque directo con el poder que amenaza o niega tales derechos: ¿qué poder, de qué clase, de qué Estado, de qué sexo-género, etcétera? ¿«Democracia directa» de la asamblea obrera en huelga, de los consejos obreros, de las comunas campesinas, de los comités de soldados, de las asambleas de vecinos, de los delegados de los consumidores de la tercera edad, de los movimientos populares y sociales… o de «la ciudadanía»? Lo malo de semejante imprecisión es que se diluye hasta desaparecer el sujeto activo y consciente, director, de la lucha democrático socialista, para quedar reducido a un continente sin contenido. En la realidad chocan dos democracias directas, la de la patronal defendida directamente por su ley y sus fuerzas represivas, y la del pueblo trabajador que sólo tiene su decisión de lucha directa.
6. «Justicia social. Reparto de la riqueza». Son tópicos tan masivamente empleados que hemos olvidado ya que es imposible que exista «justicia social» en una sociedad que se basa en la explotación social: o lo uno o lo otro. Al igual que sucede con el inexistente «Estado del bienestar» que es «Estado de menor malestar», ahora ocurre con la «justicia social»: a lo sumo podemos y debemos reducir al máximo la objetiva e inevitable «injusticia social» inherente al capitalismo. Otro tanto hay que decir sobre el supuesto «salario justo» ya que es objetivamente imposible pues todo salario es en sí injusto. La crítica marxista de la economía política burguesa demuestra esta imposibilidad mediante la teoría de la plusvalía, entre otras.
En cuanto al «reparto de la riqueza» hay que decir que es un eufemismo ramplón para negar la necesidad de la expropiación de los expropiadores, de la recuperación de la propiedad privada y su transformación en propiedad pública, comunal, colectiva, estatal, socialista o comunista, sin entrar ahora a mayores precisiones. Existe socialmente una fuerte confusión entre riqueza y propiedad privada burguesa. Por riqueza se entiende las casas y bienes de consumo de segunda o tercera necesidad, el lujo por ejemplo, de modo que si no se hace una explicación detallada y pedagógica cuando se dice «reparto de la riqueza» la gente explotada tiende a interpretarlo no como lo que debe ser en sí, la socialización de las fuerzas productivas y de la propiedad privada burguesa, sino sólo una simple redistribución del reparto de la llamada «renta nacional», pero sin tocar la propiedad capitalista.
7. «Desarrollo endógeno y desarrollo sostenible». El desarrollo es el automovimiento de un proceso o cosa de lo inferior a lo superior, de lo simple a lo complejo por el choque de las contradicciones inherentes a su esencia. Por «desarrollo endógeno» se entiende el proceso de desarrollo socioeconómico de una región o área mediante la potenciación coherente, equilibrada, de sus recursos propios, internos, buscando que el excedente producido se reinvierta en la región, no en el exterior excepto en casos de necesidad solidaria y altruista, de ayuda mutua y según los criterios justos de un plan global democráticamente elaborado y controlado. Ahora bien, este modelo que es justo, tiene sin embargo un inquietante punto débil, el de sus coincidencias con el modelo neoliberal de «crecimiento endógeno».
El «crecimiento endógeno» fue ideado por los neoliberales yanquis de la época reaganista, en la década de los años 80, para aumentar significativamente la productividad norteamericana aumentando lo menos posible su ya enorme dependencia hacia el exterior. Buscaban reactivar el poder económico yanqui frente al auge entonces imparable de Japón y Alemania Occidental, las dos potencias vencidas en la Segunda Guerra Mundial, y que superaban día a día a Estados Unidos, cada vez más estancado internamente. El «crecimiento endógeno» dio mucha importancia a las «no externalidades», es decir, a las capacidades propias de Estados Unidos en especial al «capital humano» y a la tecnociencia para aumentar la productividad. Para ello el Estado neoliberal debía asumir determinados costos en inversiones públicas destinados al beneficio privado de la burguesía yanqui.
La tesis del «capital humano», que se escucha cada vez más en la izquierda, también proviene del neoliberalismo imperialista. Poco después de la tesis de los tres sectores de C. Clark y en la medida en que la URSS avanzaba espectacularmente en la carrera espacial y militar, y en su modelo de desarrollo extensivo y cuantitativo, en esta medida, el imperialismo necesitaba incentivar la cualificación de su fuerza de trabajo dentro de la ideología individualista burguesa. Entre 1950-1960, T. Schultz y G. Becker, sobre todo, elaboran este concepto que fusionaba en una misma cosa el capital económico con la ideología burguesa del individuo egoísta. Había que enfrentar un modelo capitalista de ser humano al modelo socialista que crecía en las luchas de liberación nacional, en las primeras movilizaciones obreras y populares de lo que luego sería la oleada prerrevolucionaria de la década de los años 70. El «capital humano» ofrece ese modelo basado en la cualificación tecnolaboral para obtener un salario y «triunfar en la vida».
Pues bien, sobre la base de la tesis de los tres sectores, del «capital humano», de la «alianza por el progreso», de la «revolución verde», etcétera, bajo las presiones de la recuperación europea y japonesa, y de los tremendos gastos improductivos del keynesianismo militar de la segunda fase de la mal llamada «guerra fría», en este contexto, surge en el cerebro imperialista la tesis del «crecimiento endógeno» para conseguir los objetivos arriba vistos. Una mirada atenta descubre algunas similitudes de fondo de este modelo con el del «desarrollo endógeno»: reducción de la dependencia externa, potenciación de lo interno, desarrollo tecnocientífico, valoración de la creatividad social y del «capital humano», exigencia al Estado para que apoye el modelo.
Son similitudes, no identidades, pero aun así las fronteras difuminadas que les separan facilitan que la ideología dominante, la burguesa, contamine progresivamente la tesis progresista de «desarrollo endógeno», sobre todo cuando ésta no insiste con fuerza en la decisiva importancia del poder político-estatal, como lo hace la tesis del «crecimiento endógeno». Resulta muy ilustrativo que el «desarrollo endógeno» sea presentado la mayor parte de las veces dentro del cuadro del ecopacifismo y del ecologismo más «neutro», sin conexión alguna o con muy poca conexión con «la política» y menos todavía con el problema capital de la propiedad privada. La diferencia cualitativa irresoluble que debe separar siempre al «crecimiento endógeno» del «desarrollo endógeno» es precisamente la de la estrategia política, es decir, la de qué tipo de propiedad busca cada una de ellas, la privada burguesa en el caso de la tesis imperialista yanqui, o la pública socialista en el caso de la progresista. De aquí se colige que la segunda, la del desarrollo, ha de planificar todas sus tareas en vista a aumentar el poder popular, la autogestión y la democracia socialista.
No debemos reducir a simple juego de palabras la diferencia insalvable entre «crecimiento endógeno» y «desarrollo endógeno» una vez descubierta la conexión de cada una de las tesis con el problema vital de la forma de propiedad, privada o pública, capitalista o socialista en definitiva, ya que es aquí donde se oponen ambas vías. La indiferencia por el rigor conceptual y crítico facilita sobremanera el avance de la visión imperialista y el retroceso de la socialista. Un ejemplo de los nefastos efectos prácticos causados por el desdén intelectual, por la desidia teórico-política, lo tenemos en el eufemismo y en el tópico de «desarrollo sostenible», que casi siempre se usa antes o después del «desarrollo endógeno», en el mismo párrafo con mucha frecuencia, apoyándose mutuamente. Como ambos usa la palabra «desarrollo» y como ambos están bendecidos mediáticamente por la aureola ecologista abstracta la gente tiende a unirlos empleándolos como un mismo modelo.
Sin embargo, el concepto de «desarrollo sostenible» es una imposición directa de Estados Unidos a la corriente centro-reformista del ecologismo «neutral» tal cual existía en la década de 1970, y luego ha sido elevado al rango de tótem omnipresente y tabú intocable de la demagogia propagandística del «ecocapitalismo» o «capitalismo verde». A comienzos de los años 70 el ecologismo centrista, reformista-blando, a lo máximo que llegó fue a idear el término de «ecodesarrollo», ambiguo y melifluo en su esencia, pero que abría la posibilidad de mostrar la contradicción irresoluble entre los recursos finitos y lo irracional del consumismo burgués que existe en una interpretación anticientífica del concepto de «desarrollo». En 1974 hubo en México un encuentro internacional en el que se oficializó el término «ecodesarrollo» como el más adecuado, pero Estados Unidos se percató inmediatamente del peligro relativo, pero peligro, que tenía para ellos este concepto y nada menos que Kissinger llamó al presidente de México para que usando todos los medios de presión impusiese el término «desarrollo sostenible», como efectivamente ocurrió. No podemos extendernos en detalle sobre este y otros términos como «ecosocialismo», «socialismo ecológico antiimperialista», «decrecimiento», etcétera, por lo que nos remitimos al texto Socialismo ecológico antiimperialista del 7 de abril de 2010 a libre disposición en internet. Sí queremos insistir en que la confusión y la mezcla sólo benefician al capitalismo.
8. «Sociedad civil», «hegemonía». Aquí tenemos dos claros ejemplos de cómo el reformismo y la burguesía se apoderan de dos conceptos que surgen en el interior de la lucha revolucionaria, y tras convertirlos en lo contrario de lo que eran, los vuelven contra la misma revolución. En su origen el término «sociedad civil» era usado por el reformismo burgués radical, entre otras corrientes por la hegeliana de izquierdas, pero Marx lo transformó para hacer referencia fundamentalmente a la estructura socioeconómica, aunque lo usó poco y fue sustituyéndolo por otros más ricos en la medida en que profundizaba más en las contradicciones capitalistas. No fue hasta la década de 1920 en Italia cuando Gramsci recupera el concepto de Marx e intenta adaptarlo a las condiciones de la lucha de clases bajo la dictadura fascista y en un contexto mundial diferente al de la mitad del siglo XIX.
Se habían producidos muchos cambios en el capitalismo desde finales del siglo XIX a la época de Gramsci, y los fundamentales en esta cuestión eran la irrupción del imperialismo y las mejoras de los sistemas de poder político burgués, mejoras apenas conocidas por Marx y Engels, y poco conocidas por Lenin. Pero Gramsci no pudo desarrollar plenamente su idea de la «sociedad civil» tanto por las durísimas condiciones carcelarias, la censura, la falta de libros y de documentos, la mala salud, etcétera, como por la propia dificultad de toda investigación teórica, resultando que en él se encuentran tres definiciones borrosas de «sociedad civil»: la que la hace más resistente y flexible que el Estado y exterior a éste; la que le iguala al Estado pero desde fuera y la que prácticamente la incluye dentro del Estado. Estas y otras ambigüedades, como la de la «hegemonía», han sido aprovechadas por el reformismo para sus fines, como veremos.
En Marx y Engels encontramos antecedentes sobre otra versión de «hegemonía» ya en 1850 y sobre todo a partir de 1860 que se van concretando más en el llamado «último» Engels. Fue Lenin el primero que lo teorizó con rigor nada menos que en 1902 en su obra clásica ¿Qué hacer? tan odiada y denostada, pero más actual que nunca en lo básico. Volvió a hacerlo pero sin citar el término durante la revolución de 1905 y de nuevo desde finales de 1917 hasta su muerte. Para los bolcheviques la «hegemonía» era la capacidad de aglutinación de todas las fuerzas progresistas y democráticas de una sociedad dirigidas por la clase trabajadora hacia la toma del poder político. El objetivo de la «hegemonía» bolchevique era -y es- muy preciso: multiplicar todas las fuerzas democráticas, progresistas y revolucionarias posibles, abarcando el conjunto de la sociedad hasta los mínimos rincones, para lograr que el salto revolucionario sea lo más corto y breve, lo más amplio en participación directora de masas, lo más democrático socialista, y lo menos violento posible. Por pura lógica, este modelo de «hegemonía» es inaceptable por el reformismo.
El término más común y corriente de «hegemonía» va indisolublemente unido al de «sociedad civil», arrastrando todas sus imprecisiones ya que según cual de las tres definiciones borrosas se tome como referente, se realizará tal o cual modelo de «hegemonía». Pero ocurre que incluso con sus ambigüedades, incluso así, las relaciones internas entre Lenin y Gramsci son innegables, existiendo una unidad revolucionaria esencial e irrompible, lo que hace que incluso cualquiera de las tres versiones de «hegemonía» gramsciana terminen chocando con el poder burgués si son llevadas a la práctica tal cual lo pensaba el Gramsci de los consejos obreros, de la revolución socialista, de las relaciones entre las clases y el partido como el «intelectual» inserto en las masas y surgido de ellas.
Es esta la razón de fondo que explica por qué desde la década de 1960 la intelectualidad reformista iniciase, bajo la dirección de N. Bobbio, la falsificación sistemática de Gramsci para adaptarlo a la política burguesa del Partico Comunista Italiano (PCI). Ocurría que su modelo básico de «hegemonía» era en lo esencial inseparable del bolchevique y del marxista, por lo que tarde o temprano era enemigo mortal del capitalismo. Por esto había que crear otra «hegemonía» opuesta. En la década de 1970 este proceso estaba dando sus frutos en lo que se denominó «eurocomunismo», que no era sino el proceso de integración de la mayoría de los partidos comunistas oficiales en el sistema democrático-burgués de aquellos decisivos años, precisamente cuando todavía se mantenía al alza la oleada prerrevolucionaria iniciada a finales de la década de 1960. Desde y para los intereses de la humanidad trabajadora, el eurocomunismo fue un estrepitoso fracaso, pero para el imperialismo fue una ayuda decisiva en la derrota de aquella oleada prerrevolucionaria. Más aún, la facilidad relativa con la que el capital impuso inmediatamente después el llamado neoliberalismo está en relación directa con la responsabilidad del eurocomunismo en el aplastamiento de las esperanzas emancipadoras.
Pero no acaba aquí la cosa. Significativamente, la versión reformista de «hegemonía» dada por el eurocomunismo -«lograr la hegemonía político-cultural en la sociedad civil para avanzar al “socialismo democrático” mediante la transformación pacífica del Estado»- fue recuperada del olvido nada más aparecer los primeros indicios de una nueva oleada mundial de luchas de clases y de liberación nacional a comienzos de la década de 1990. Pero ahora el reformismo actuó sin tapujos porque abandonó cualquier referencia protocolaria y tópica a la revolución, al proletariado, a la lucha de clases, a la opresión nacional, al Estado como aparato terrorista, al imperialismo y al capital financiero-industrial, etcétera, para volcarse en la «sociedad civil formada por las ONG y los movimientos sociales», en la «antiglobalización» y en el «altermundialismo», en la «democracia mundial asegurada por la “gobernanza”», en las «intervenciones humanitarias para hacer respetar los “derechos humanos”», en la «multitud que ha surgido tras la desaparición del proletariado y de la lucha de clases tradicional», y un largo etcétera.
No hay duda de que esta mitología reformista, llena de eufemismos y tópicos readecuados a las necesidades del capital a comienzos del siglo XXI, está presente en buena parte de los «indignados», del 15M y de otros «nuevos movimientos cívico-pacíficos» que se formaron en el pasado a partir de versiones reformistas-duras de la socialdemocracia y reformistas-blandas del eurocomunismo, y que de ahí han contaminado a sectores ignorantes de la izquierda desorientada y crédula. Pese a ser innegable que la brutal crisis sistémica que azota al capital de manera inocultable desde 2007 ha destrozado estos y otros actos de fe, irracionales, en los dogmas de la democracia-burguesa vigente, siendo esto cierto, todavía subsisten creencias de ese tipo, porque sus anclajes intelectuales no son sólo conscientes sino también irracionales, inconscientes, ya que la manipulación de este componente de la psicología humana burguesa está mucho más desarrollado por el reformismo y la derecha burguesa que por la izquierda.
Deberíamos seguir analizando críticamente otros tópicos y eufemismos al uso, pero es más necesario exponer los puntos de diferencia cualitativa, insalvables, entre la ideología burguesa en su forma reformista y la teoría revolucionaria. Vamos a empezar exponiendo la cuádruple diferencia irresoluble que separa a ambas concepciones.
9. «Teoría de la explotación asalariada». La crítica marxista sostiene que no se puede conocer el capitalismo en su devenir diario, cotidiano, si no se parte de la explotación asalariada, es decir, si no se tiene en cuenta que todo, absolutamente todo, está determinado por y gira alrededor de la explotación de la mayoría trabajadora por la minoría burguesa. Por explotación asalariada y por mayoría trabajadora se entiende también a todas aquellas personas que directa e indirectamente dependen de un salario porque no tienen otra forma de resolver su vida. Depender indirectamente quiere decir que aunque no se trabaje por un salario, incluso aunque no se cobre ninguna jubilación o pensión o ayuda social mínima, incluso así se vive gracias al salario o a la pensión, etcétera, que recibe un miembro de la familia o del entorno, el marido o la mujer, el abuelo, la hija o quien fuere. La juventud obrera y campesina, aunque no trabaje porque está en paro o no ha encontrado aún trabajo, o esté estudiando, esta juventud malvive gracias al salario familiar, o a cualquier miseria de «ayuda social», de manera que esa juventud pertenece objetivamente a la mayoría explotada aunque subjetivamente no tenga conciencia de ello.
Pues bien, la explotación asalariada y la dependencia directa o indirecta del sistema del salario determina toda la existencia sociopolítica, cultural y ética, cotidiana, afectiva y emocional, y la misma salud psicosomática, de la mayoría inmensa de la población bajo el capitalismo. Este criterio es decisivo e imprescindible para conocer otros conceptos fundamentales como el de clases sociales, pueblo trabajador, lucha de clases, etcétera, y para entender sobre todo las formas que el capitalismo introduce en la histórica explotación patriarcal de las mujeres, las formas de la opresión nacional, del racismo y de la xenofobia en el capitalismo. La teoría de la explotación se sintetiza en la teoría de la plusvalía, que explica y demuestra cómo se enriquece la burguesía y se empobrece la mayoría explotada; cómo y para qué está el Estado burgués y qué conexiones internas tiene con la plusvalía; qué es y por qué es inevitable la lucha de clases y sus oleadas periódicas; y por qué siempre resurgen las crisis económicas y tienden a agudizarse con el tiempo.
Por el contrario, el reformismo termina, de algún modo u otro, negando la teoría de la explotación burguesa, diciendo que no es para tanto, que aunque pueda ser que existiera en algún momento del capitalismo pasado ahora ha desaparecido o está a punto de ser erradicada para siempre si se «sabe hacer política realista y paciente dentro de la democracia», cambiando poco a poco la legislación, «conquistando parcelas del Estado mediante la hegemonía de la sociedad civil», desplazando paulatinamente a los sectores más duros de la clase dominante y negociando con los más blandos para dividir a la burguesía, etcétera. Parte de lo esencial de esta creencia en milagros proviene del socialismo utópico e incluso de los movimientos artesanales y campesinos del medievo, pero la forma coherente actual empezó a tomar cuerpo en la segunda mitad del siglo XIX para aparecer escrita como «teoría» justo al final de ese siglo y comienzos del siglo XX. Desde entonces ha ido de fracaso en fracaso si lo miramos desde los intereses de la humanidad trabajadora, y de éxito en éxito si lo miramos desde los del capitalismo, porque le ha servido de maravilla para desmoralizar, desunir y derrotar toda serie de luchas.
10. «Teoría del Estado y de la violencia». Va unida a la de la plusvalía porque el Estado burgués es imprescindible para la buena marcha de los negocios capitalistas, para asegurar, ampliar y endurecer la explotación asalariada en todas sus formas, desde la realizada en el interior de las fábricas más modernas, en los centros de I+D+i más cualificados y especializados, hasta la explotación de las familias campesinas pasando por los tallercitos de la pequeña burguesía. También es fundamental para garantizar el control y la represión, la pasividad sumisa de la gente explotada que vive y depende del salario indirecto, las mujeres que sufren la explotación doméstica, la juventud, la tercera edad, las infraclases, el precariado y el pobretariado, etcétera, es decir, los sectores crecientes de la «fuerza de trabajo globalmente explotable» que malviven en las barriadas empobrecidas del capitalismo mundializado. Sin olvidarnos, obviamente, de la opresión nacional directa de pueblos enteros, a los que se les impide violentamente disponer de su propio Estado, y las cada vez más naciones formalmente independientes que, a pesar de tener su Estado propio, están dominadas por el imperialismo y el capital financiero-industrial.
La eficacia del Estado se demuestra sobre todo en los períodos de crisis, y cuanto más grave y profunda es ésta más necesario se hace el Estado para la burguesía para, uno, poner orden en las fracciones internas de la clase dominante, necesidad básica; dos, negociar en buenas condiciones con otros Estados burgueses más poderosos y con empresas transnacionales; tres, aplicar las medidas económicas y sociopolíticas necesarias para descargar la crisis sobre la mayoría explotada, atemorizándola, paralizándola, golpeándola; y, cuatro, si lo anterior no sirviese, reprimir con más dureza hasta llegar al terrorismo masivo del golpe de Estado, del militarismo o del fascismo. En las crisis, la burguesía recorta su democracia y refuerza su Estado, y hasta acaba con su propia democracia para absolutizar su Estado, porque si él o con uno débil, la burguesía no puede aplicar estas cuatro medidas imprescindibles, de las que depende su existencia como clase dominante.
Por esto, conforme empeora la situación socioeconómica la ideología reformista sobre el Estado empieza a hacer aguas por todas partes. Esta creencia sin base científica alguna sostiene que el Estado es un «instrumento neutral que puede ser ganado pacíficamente por la sociedad civil mediante su hegemonía político-cultural». Es cierto que la izquierda puede llegar a tener alguna mayoría en los parlamentos y en otras instituciones menores del Estado, e incluso puede llegar a formar gobierno, pero una cosa es que el poder fáctico preste el gobierno por un ciclo electoral a la izquierda y otra totalmente diferente es que le entregue el Estado al completo y sobre todo sus aparatos decisivos: defensa y servicios secretos, economía y hacienda, jurisprudencia, política internacional, básicamente. Hay dos cosas por las cuales la clase dominante desencadena el más atroz de sus muchos terrorismos: la propiedad privada de las fuerzas productivas, y la propiedad privada del Estado y sobre todo de sus fuerzas represivas.
11. «Teoría del conocimiento y de la praxis». La explotación asalariada y la brutalidad del Estado burgués aparecen al desnudo en los momentos de crisis, pero a diferencia de los modos de producción precapitalista que se basaban en un recurso directo a la violencia física y/o a la violencia simbólica como la religión, para obligar a las clases explotadas a entregar una parte apreciable del producto de su trabajo, en el capitalismo la violencia física se mantiene en segundo o tercer lugar mientras sean efectivos otros medios de alienación que hacen que las clases explotadas crean que no lo están, que su situación en normal, justa y lógica. O sea, el capitalismo lograr invisibilizar la explotación durante el tiempo que dure la «normalidad social». La efectividad de este ocultamiento tiene mucho que ver con la capacidad del sistema para invertir la realidad, para presentar la causa como efecto y viceversa, para hacer creer a la gente que vive como no vive y que no puede vivir de otra forma, presentando el malestar como el bienestar.
La ideología capitalista tiene precisamente esta función y en base a ella se levanta el conjunto de interpretaciones y creencias que justifican el orden establecido bajo el celofán de «método científico de pensamiento». La ciencia es una fuerza contradictoria, emancipadora por un lado, pero inserta en la producción capitalista por otro en forma de tecnociencia industrial-militar cuando está en manos burguesas. La teoría marxista del conocimiento, dialéctica en sí misma, dice abiertamente que el pensamiento crítico es una fuerza material revolucionaria cuando prende en las masas y cuando llega al meollo de las contradicciones irreconciliables del capitalismo. Pero dice también que bajo la dominación burguesa la ciencia es manipulada, castrada y censurada en beneficio imperialista, y que el núcleo del problema radica, de nuevo, en la cuestión del poder y de la propiedad pública o privada de los instrumentos de producción científica.
La creencia, toda creencia, es antagónica con la praxis humana, con la capacidad de nuestra especie de crear durante su antropogenia cosas radicalmente nuevas a partir de situaciones de escasez, necesidad y/o explotación. La praxis es la capacidad que cultivan las personas libres, sin ataduras ni dependencias castrantes que anulan la independencia de pensamiento e inventiva, para producir cosas radicalmente nuevas forzando saltos cualitativos en las viejas. Por esto, la teoría del conocimiento tiene en la praxis el fundamento de verificación objetiva de su validez. Sin praxis no existe criterio de verdad posible. La dialéctica entre mano y mente es la base de la hominización, y el instrumento por excelencia para la base de toda libertad y cultura como administración colectiva de los valores de uso: la reducción del tiempo de trabajo necesario y explotado al mínimo socialmente posible, y la ampliación al máximo posible en cada fase histórica del tiempo liberado, el creativo. La teoría del conocimiento está así conscientemente involucrada en la lucha por el aumento del tiempo libre, durante el cual la praxis puede desarrollar toda su radical creatividad.
El reformismo ha rechazado siempre el potencial científico-crítico de la dialéctica materialista aunque todos los avances lo demuestran una y mil veces. Rechaza este método porque pone al descubierto las contradicciones internas, su lucha, su movimiento, su interacción y su finitud, y eso es inaceptable para una sociedad injusta y opresora que dice ser eterna. Para mantener esa ficción, la burguesía ha de impedir todo pensamiento realmente científico-crítico que muestre qué es la plusvalía, qué es el Estado, qué son las crisis, qué es la catástrofe ecológica y por qué se está acelerando y extendiendo, qué es el sistema patriarco-burgués y por qué encuentra apoyos incondicionales en los fundamentalismos religiosos e irracionales y en los derechismos de toda índoles, etcétera. Pero en medio de las crisis, solamente el método marxista puede explicar qué sucede, por qué y cómo salir de la situación, mientras que el reformismo se desploma en la nada o se protege en la sombra del fascismo.
11. «Teoría ético-moral e ideal de vida». La teoría marxista del conocimiento no niega la materialidad de la ética como fuerza política, sino que la afirma, sostiene que la ética y la moral son fuerzas prácticas que actúan dentro del proceso de conocimiento, orientándolo en el sentido revolucionario o en el reaccionario, tras castrar sus componentes emancipadores. Semejante tesis rompe con uno de los dogmas del positivismo dominante, el de la separación entre juicios de valor y juicios de hecho, entre ética y ciencia, para decirlo con la terminología oficial. Pero la interacción entre subjetividad ética y objetividad científica no se realiza en base a los dogmas positivistas aunque sean materialistas mecanicistas, e idealistas, sino en base a otra concepción opuesta en la que el valor de la ética está ya inserto en el proceso histórico previo a la elaboración práctica de la ciencia, y viceversa. Valor ético inseparable de las condiciones sociopolíticas de cada período, sean progresistas o reaccionarias.
En cada período histórico pugnan a muerte valores éticos y morales opuestos, los dominantes, los de la minoría explotadora, y los de la mayoría explotada, los dominados. Los dominantes tienen una abrumadora superioridad de medios para actuar e imponerse, pero los dominados logran mal que bien, con muchas dificultades, dejar su rastro en la historia del pensamiento, y hasta propiciar avances espectaculares en el conocimiento humano. La dialéctica de la unidad y lucha de contrarios también aparece aquí en su máxima tensión entre la ética de la obediencia al dogma y la ética de la libertad de pensamiento crítico y creativo. La ética de la sumisión tiene las de ganar por razones de miedo y de cobardía, de interés egoísta, pero la ética de la liberación no se resiga en modo alguno. Históricamente vista esta lucha, la libertad humana debe mucho más a los sacrificios de la ética insurgente y revolucionaria, orgullosa y digna, que a la del egoísmo miedoso.
La acción de los valores revolucionarios dentro de la totalidad de la praxis humana es la que explica que, para el marxismo, el sentido e ideal de la vida sea el de dar vida al sentido de la lucha como acción consciente por la liberación de toda injusticia, como ideal que se materializa en fuerza revolucionaria de clases trabajadoras y pueblos oprimidos. El ideal de vida es el de la praxis como capacidad de crear lo radicalmente nuevo, y en toda sociedad basada en la propiedad privada, lo radicalmente nuevo es la propiedad socialista como primer paso al comunismo. El ideal de vida es el comunismo materializado.
El reformismo no puede aceptar la ética revolucionaria y su ideal de vida, porque ésta niega de raíz la base misma de la ideología reformista: el rechazo del derecho a la rebelión contra la injusticia, la negación del derecho a la desobediencia práctica a las órdenes injustas e inhumanas, la defensa del deber ético-moral de socorrer con todos los medios a la persona o al colectivo explotado, esclavizado. No hay duda de que la ética revolucionaria tiene, por tanto, directos efectos sobre el desarrollo del pensamiento, de la vida cultural y científica, que no sólo sobre la política y la economía. Dado que la ética marxista define lo que es bueno o malo, lo que es libertad o esclavitud en base a algo tan elemental como es la explotación humana, por esto mismo, su impacto directo sobre todo lo que gira dentro y alrededor del proceso explotador, desde la ciencia de la producción hasta la ciencia médica, pasando por cualquier forma de conocimiento humano por muy lejano que aparente estar de la vida económica, este impacto va al corazón mismo del proceso explotador en todas sus expresiones, sean materiales y física o espirituales y culturales.
Acabando, contra los eufemismos y los tópicos, contra la creencia reformista y contra la ideología reaccionaria, esta cuádruple diferencia irreconciliable que distingue y separa a la práctica revolucionaria de la contrarrevolucionaria marca los puntos elementales objetivos que siempre tenemos que emplear como señales de alarma en toda praxis, en toda acción práctica y en toda acción teórica. La cuádruple oposición absoluta nos muestra el límite objetivo a partir del cual aparece el abismo insondable de la opresión visible e invisible, el vacío absoluto por el que nos despeñamos al despreciar las lecciones de la historia.
IÑAKI GIL DE SAN VICENTE
EUSKAL HERRIA 10-VI-2012
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