miércoles, 24 de octubre de 2012

Élections, piège à cons (Elecciones, trampa para idiotas)

Les dejamos a continuación un articulo del filosofo francés Jean Paul Sartre de 1973, pero que no pierde vigencia. Sobre todo en esta disputa intestina entre quienes acusan de infantilismo a cualquier organización que llame a no votar o abstenerse en estas elecciones. Esta no es un tipo de falacia de autoridad, pero Sartre marcó a toda una generación de jóvenes que inundaron las ciudades más importantes de París desfilando en contra del colonialismo francés, en contra de la guerra de Vietnam o en los hechos del mayo del 68. Como dijera Sartre, el marxismo es la filosofía insuperable de la época y por consecuencia su análisis merece leerse hoy día por toda la izquierda, esperando que no lo tachen de "anticomunista"

En 1789 se estableció el voto restringido: se hacía votar no a los hombres, sino a las propiedades reales y burguesas, que no podían conceder sus sufragios más que a sí mismas. Aunque profundamente injusto, porque se excluía del cuerpo electoral a la mayor parte de la población francesa, el sistema no era absurdo. Los electores votaban aisladamente y en secreto, lo que llevaba a separar a unos de otros y admitir entre sus sufragios sólo relaciones de exterioridad. Pero esos electores eran todos propietarios y por tanto estaban ya aislados por sus propiedades, que se cerraban sobre ellos y oponían las cosas y los hombres en toda su impenetrabilidad material. Las papeletas, cantidades discretas, traducían esa separación de los votantes y al sumar los sufragios se esperaba hacer surgir el interés común del mayor número, es decir su interés de clase. Por la misma época la Constituyente adoptaba la ley Le Chapelier, cuyo propósito declarado era suprimir las corporaciones, pero que además apuntaba a prohibir toda asociación de los trabajadores entre sí y contra sus empleadores. Así, los no poseedores, ciudadanos pasivos que no tenían ningún acceso a la democracia indirecta –es decir, al voto que usaban los ricos para elegir su gobierno–, pedían también todo derecho de agruparse y de ejercer la democracia popular o directa, la única que les convenía, ya que obviamente no se los podía separar por sus bienes.

Cuando, cuatro años más tarde, la convención reemplazó el sufragio restringido por el sufragio universal, no creyó necesario derogar la ley Le Chapelier, de modo que los trabajadores, definitivamente privados de la democracia directa, debieron votar en calidad de propietarios, aunque no poseyeran nada. Las agrupaciones populares, prohibidas pero frecuentes, pasaron a ser ilegales, pese a su legitimidad. A las asambleas elegidas por el sufragio universal se opusieron primero en 1794, después durante la Segunda República en 1848 y por último a poco de proclamarse la Tercera, en 1870, agrupamientos espontáneos pero a veces muy extendidos, a los que se debía llamar precisamente las clases populares o el pueblo. Sobre todo en 1848 pareció oponerse, a una Cámara elegida por el sufragio universal reconquistado, un poder obrero constituido en la calle y en los Talleres Nacionales [ [2]]. El desenlace es conocido: en mayo-junio la legalidad masacra a la legitimidad. Frente a la legítima comuna de París, la muy legal Asamblea de Bordeaux trasladada a Versailles imitó aquel ejemplo. Hacia fines del siglo pasado y comienzos del actual, las cosas parecieron cambiar: se reconoció a los obreros el derecho de huelga y las organizaciones sindicales fueron toleradas. Pero los presidentes del Consejo, jefes de la legalidad, no soportaban las irrupciones intermitentes del poder popular. Clemenceau en particular se destacó por romper huelgas. Todos, obsesionados por el temor de los dos poderes, rechazaban la coexistencia del poder legítimo, nacido aquí o allá de la unidad real de las fuerzas populares, y del poder falsamente único que ellos ejercían y que reposaba, en definitiva, en la infinita dispersión de los votantes. De hecho, hubieran caído en una contradicción que sólo la guerra civil habría podido resolver, porque la función del poder legal era desarmar al poder legítimo.

Al votar mañana, vamos a sustituir una vez más el poder legítimo por el poder legal. Éste, exacto, de una claridad aparentemente perfecta, atomiza a los votantes en nombre del sufragio universal. Aquél es todavía embrionario, difuso, oscuro en sí mismo: por ahora se confunde con el vasto movimiento antijerárquico y libertario que se halla en todas partes pero que aún no está organizado. Todos los electores participan de los grupos más diversos. Pero la urna los espera no como miembros de un grupo sino como ciudadanos. El cuarto oscuro, instalado en una sala de escuela o de municipio, es el símbolo de todas las traiciones que el individuo puede cometer hacia los grupos en los que participa. A cada uno le susurra: “Nadie te ve, no dependes de nadie, vas a decidir en la soledad y después podrás ocultar tu decisión o mentir”. Con esto basta para transformar a todos los electores que entran el cuarto en traidores potenciales. La desconfianza agranda la distancia que los separa.
Si pretendemos luchar contra la atomización, antes que nada debemos tratar de comprenderla.
Los hombres no nacen aislados: surgen en medio de una familia que los hace durante sus primeros años. Después formarán parte de diferentes comunidades socioprofesionales y fundarán su propia familia. Se los atomiza cuando grandes fuerzas sociales –las condiciones de trabajo en el régimen capitalista, la propiedad privada, las instituciones, etcétera– presionan sobre los grupos en los que participan para dividirlos y reducirlos a las pretendidas unidades originales. El ejército, para limitarnos al ejemplo de una institución, nunca considera la persona concreta del recluta, que sólo puede obtenerse sobre la base de su pertenencia a grupos existentes. Sólo ve en él al hombre, es decir, el soldado, entidad abstracta que se define por los deberes y los escasos derechos que representan sus relaciones con el poder militar. Este “soldado” que precisamente el recluta no es pero al cual el servicio militar quiere reducirlo, es otro distinto de sí mismo e idénticamente otro en todos los incorporados de una misma clase. Es esta misma identidad la que los separa, porque sólo representa para cada uno el conjunto preestablecido de sus relaciones con el ejército. Así, durante las horas de entrenamiento, cada uno es otro distinto de sí y, al mismo tiempo, idéntico a todos los Otros que también son otros respecto de sí mismos. No puede tener relaciones reales con sus camaradas mientras todos juntos no se despojen, durante las comidas o por la noche, en la cuadra, de su ser soldado. Con todo, la palabra “atomización”, tan empleada, no da una idea cabal de la situación de las personas dispersadas y alienadas por las instituciones. Aunque se pretende reemplazar sus relaciones concretas con las personas por simples lazos de exterioridad, no es posible reducirlas a la soledad del átomo. No se los puede excluir de toda vida social: el soldado toma el micro, compra el diario, vota. Ello supone que emplea los “colectivos” con los Otros. Simplemente los colectivos se dirigen a él como a un miembro de una serie (la de los compradores de diarios, de los telespectadores, etc.). En su esencia, deviene idéntico a todos los demás miembros y únicamente se diferencia de ellos por su número de orden. Diremos que está serializado. La serialización de la acción reaparece en el campo práctico-inerte, donde la materia se hace mediación entre los hombres en la medida en que los hombres se hacen mediación entre los objetos materiales (cuando un hombre toma el volante de su automóvil ya no es más que un conductor entre otros y, en consecuencia, contribuye a disminuir la velocidad de todos y la suya propia, hecho contrario a lo que deseaba cuando quería poseer él mismo un coche).
Desde ese momento nace en mí el pensamiento serial, que no es mi propio pensamiento sino el del Otro que soy y el de todos los Otros. Hay que llamarlo pensamiento de impotencia, porque lo produzco mientras soy el Otro, enemigo de mí mismo y de los Otros, y mientras llevo a todas partes es Otro conmigo. Pensemos en una empresa donde no se ha producido ninguna huelga desde hace veinte o treinta años, pero donde el poder de compra del obrero disminuye constantemente a causa de la “carestía de la vida”. Cada trabajador comienza a emprender una acción reivindicativa. Pero los veinte años de “paz social” han establecido poco a poco entre los trabajadores relaciones de serialidad. Toda huelga, aunque sea de veinticuatro horas, exigiría un reagrupamiento de los trabajadores. Entonces el pensamiento serial –que separa– resiste tenazmente a las primeras manifestaciones del pensamiento de grupo. Será racista (los inmigrantes no nos acompañarían), misógino (las mujeres no nos entenderían), hostil a las otras categorías sociales (los pequeños comerciantes no nos ayudarían más que los campesinos del interior), desconfiado (mi vecino es Otro, de modo que no puedo saber cómo reaccionaría), etc. Todas estas proposiciones separatistas no representan el pensamiento de los propios obreros sino el de los otros que ellos son y que quieren conservar su estado de identidad y de separación. Si se logra la unidad no quedarán vestigios de esa ideología pesimista. Su única función era justificar el mantenimiento del orden serial y de la impotencia, en parte sufrida, en parte aceptada.
El sufragio universal es una institución, un colectivo que atomiza o serializa a los hombres concretos y se dirige a ellos como entidades abstractas, los ciudadanos, definidos por un conjunto de derechos y de deberes políticos, es decir por su relación con el estado y sus instituciones. El estado los hace ciudadanos dándoles, por ejemplo, el derecho de votar una vez cada cuatro años, con la condición de que reúnan requisitos muy generales –ser franceses, tener más de veintiún años–, que no caracterizan realmente a ninguno de ellos. Desde ese punto de vista, todos los ciudadanos, hayan nacido en Perpignan o en Lille, son absolutamente idénticos, como vimos que eran los soldados en el ejército: sus problemas concretos surgidos en sus familias o en sus reuniones socioprofesionales no interesan. Frente a sus soledades abstractas y a sus separaciones se levantan grupos o partidos que solicitan sus votos. Se les dice que van a delegar su poder a una o varias de esas agrupaciones políticas. En rigor, para “delegar su autoridad” sería preciso que la serie constituida por la institución del voto poseyera por lo menos una parte de ella. Pero esos ciudadanos idénticos y fabricados por la ley, desarmados, separados por la mutua desconfianza, mistificados aunque conscientes de su impotencia, no pueden en ningún caso, mientras siguen en la situación serial, constituir ese grupo soberano del que se nos dice que emana todos los poderes: el Pueblo. Porque, como hemos visto, se les ha otorgado el sufragio universal para atomizarlos e impedirles agruparse entre sí. Sólo los partidos, que son originariamente grupos –por otra parte más o menos serializados y burocratizados– pueden considerarse en posesión de un embrión de poder. En ese sentido, habría que invertir la fórmula clásica, y cuando un partido dice: “¡Elíjanme!” no interpretar que los electores le delegarían su soberanía, sino que los votantes, que rechazan unirse en grupo para acceder a la soberanía, designarían a una o varias comunidades políticas ya constituidas para extender el poder que éstas ya poseen hasta los límites nacionales. Ningún partido podrá representar a la serie de ciudadanos, porque extrae su poder de sí mismo, es decir, de su estructura comunitaria; la serie de impotencia no puede en ningún caso delegarle una parcela de autoridad. Pero, inversamente, el partido, sea cual fuere, usa de su autoridad para actuar sobre la serie, pidiéndole que le dé sus votos; y su autoridad sobre los ciudadanos serializados sólo está limitada por la que tienen todos los otros partidos juntos. En otras palabras, cuando voto, abdico de mi poder –es decir, de la posibilidad que está en cada uno de constituir con todos los otros un grupo soberano que no tiene ninguna necesidad de representantes– y afirmo que nosotros, los votantes, somos siempre otros respecto de nosotros mismos, y que ninguno de nosotros puede en ningún caso abandonar la serialidad por el grupo, sino a través de intermediarios. Sin duda votar es, para el ciudadano serializado, dar su voto a un partido, pero es sobre todo votar por el voto, como dice Kravetz aquí mismo [ [3]], es decir, por la institución política que nos mantiene en estado de impotencia serial. Es lo que se vio en junio de 1968, cuando de Gaulle pidió a la Francia de pie y agrupada que votara, es decir que se postrara y se revolcara en la serialidad. Los grupos no institucionalizados se deshicieron; los electores, idénticos y separados, votaron por la UDR [ [4]], que prometía defenderlos contra la acción de los grupos que ellos mismo integraban hasta hacía unos pocos días. Es lo que ocurre hoy, cuando Séguy pide tres meses de paz social para no inquietar a los electores, aunque en realidad quiere esa paz para que las elecciones sean posibles, lo que no sucedería si quince millones de huelguistas decididos y aleccionados por la experiencia de 1968 se negaran a votar y pasaran a la acción directa. El elector debe permanecer postrado y compenetrarse de su impotencia; en esas condiciones elegirá partidos que ejercerán su propia autoridad y no la del elector. De ese modo, cada uno, encerrado en su derecho de voto como un propietario en su propiedad, elegirá a los que serán sus amos durante cuatro años, sin advertir que ese pretendido derecho de voto no es otra cosa que la prohibición de unirse con los otros para resolver a través de la praxis los verdaderos problemas.
La forma de escrutinio –siempre elegida por los grupos de la Asamblea, nunca por los electores– empeora las cosas. Aunque el sistema proporcional no arrancaba a los votantes de la serialidad, por lo menos utilizaba todos los votos. La Asamblea daba una imagen correcta de la Francia política, es decir, serializada, porque los partidos estaban representados en proporción al número de votos que cada uno de ellos había obtenido. Nuestra votación por lista completa, por el contrario, se inspira en el principio opuesto según el cual, como decía con toda propiedad un periodista, el 49 por ciento es igual a cero. Si en una circunscripción, en la segunda vuelta, los candidatos de la UDR obtienen el 50 por ciento de la oposición caen en la nada: corresponden nada menos que a la mitad de la población que no tiene el derecho de estar representada.
En tal sistema, tomemos a un elector que votó por los comunistas en 1968 y cuyos candidatos no han sido elegidos. Supongamos que va a votar también por el PC en 1973. No dependerá de él que los resultados sean diferentes de los de 1968, porque en ambos casos habrá votado por los mismos candidatos. Para que su voto sea útil, es preciso que cierto número de electores que en 1968 votaron por la mayoría actual, cansados, se desvinculen de ella y deseen votar más a la izquierda. Pero en primer lugar no es tarea de nuestro hombre decidirlos a ello; por otra parte, esos electores pertenecen con seguridad a otro medio y él ni siquiera los conoce. Todo se resolverá en otro lugar y de otro modo: por la propaganda de los partidos, por determinados órganos de prensa. Al elector del PC sólo le cabe votar, eso es todo lo que se le pide: votará pero no participará en las acciones que apuntan a modificar el sentido de su voto. Además, muchos a los que tal vez se podría hacer cambiar de opinión son hostiles a la UDR pero visceralmente anticomunistas: preferirán elegir “reformadores” [ [5]] que se transformarán de ese modo en los árbitros de la situación. No es verosímil que se unan al PS-PC; más bien aportarán su fuerza complementaria a la UDR que, como ellos, quiere conservar el régimen capitalista. El significado objetivo del voto del elector comunista es, pues, la alianza de la UDR con los reformadores. En efecto, ese voto es necesario para que el PC conserve sus sufragios e incluso los aumente, y este aumento es precisamente el que disminuirá el número de los elegidos de la mayoría y los decidirá a arrojarse en los brazos de los reformadores. Si se aceptan las reglas de este juego de tontos, entonces no hay nada que decir. Pero mientras nuestro elector sea él mismo, es decir un hombre concreto, el resultado que habrá obtenido como Otro idéntico no lo satisfará par a nada. Sus intereses de clase y sus determinaciones individuales coincidían para hacerle elegir una mayoría de izquierda. En cambio, habrá contribuido a enviar a la Asamblea una mayoría de derecha y de centro en la que el partido más importante seguirá siendo la UDR. Así, cuando nuestro hombre coloque su boleta en la urna, esa boleta recibirá de las otras una significación distinta que la que él habrá creído darle. Volvemos a hallar aquí la acción serial, tal como la habíamos hallado en el sector práctico-inerte.
Y eso no es todo: como al votar afirmo mi impotencia institucionalizada, la mayoría de turno no tiene el menor recato en cortar, modelar y manipular el cuerpo electoral, dando ventaja a los campos y a las ciudades que “votan bien” a costa de los suburbios y arrabales que “votan mal”. Quiere decir que hasta la misma serialidad del electorado es transformada. Si fuera perfecta, un voto valdría igual a otro. Pero no es nuestro caso: hacen falta ciento veinte mil votos para elegir un diputado comunista y sólo treinta mil para llevar a la Asamblea a un UDR. Un elector de la mayoría vale cuatro electores del PC. En realidad, estos votan contra una supermayoría, es decir contra una mayoría que quiere mantenerse en su lugar a través de otros medios que la simple serialidad de los votos.
¿Por qué razón he de votar? ¿Por qué se me ha convencido de que el único acto político de mi vida consiste en colocar mi sufragio en la urna una vez cada cuatro años? Pero eso es lo contrario de un acto. Al proceder de ese modo lo único que hago es mostrar mi impotencia y obedecer al poder de un partido. Además, dispongo de un voto de valor variables según obedezca a éste o aquél. Por eso la mayoría de la futura Asamblea descansará sobre una coalición y las decisiones que tome serán compromisos que podrán no reflejar de ningún modo los deseos que expresaba mi voto. En 1959 la mayoría votó por Guy Mollet porque pretendía hacer la paz cuanto antes en Argelia. El gobierno socialista que tomó el poder decidió intensificar la guerra. Esto hizo que muchos electores pasaran de la serie –que no sabe nunca por quién ni por qué vota– al grupo de acción clandestina. Es algo que deberían haber hecho mucho antes pero fue precisamente el improbable resultado de sus votos lo que mostró la impotencia del sufragio universal.
En realidad todo es claro si se lo piensa bien y se llega a la conclusión de que la democracia indirecta es una mistificación. Se pretende que la Asamblea elegida es la que refleja mejor la opinión pública. Pero toda la opinión pública es serial. La imbecilidad de los mass media, las declaraciones del gobierno, la manera parcial o trunca con que los diarios reflejan los acontecimientos, todo viene a buscarnos en nuestra soledad serial y nos lastra con ideas de piedra, hechas de lo que pensamos que han de pensar los otros. Seguramente guardamos en nuestra intimidad exigencias y protestas pero al no ser comunicadas y confirmadas por los otros se rompen en nuestro interior y nos dejan “moretones en el alma” y un sentimiento de frustración. Entonces, cuando se nos convoca a votar, tengo –yo-Otro– la cabeza rellena de las ideas petrificadas que la prensa o la TV han ido amontonando en ella, y son esas ideas seriales, y no mis ideas, las que se expresan a través de mi voto. El conjunto de las instituciones de la democracia burguesa me desdobla: estoy yo y todos los Otros que, según me dicen, soy (francés, soldado, trabajador, contribuyente, ciudadano, etc.). Este desdoblamiento nos hace vivir en lo que los psiquiatras llaman una crisis de identidad continua. ¿Quién soy, en definitiva? ¿Otro idéntico a todos los otros y habitado por esos pensamientos de impotencia que nacen doquiera y no son pensados en ningún lugar, o yo mismo? ¿Y quién es el que vota? Ya no me reconozco.
Están también los que votarán, como dicen, “para cambiar de crápulas”. O sea que, para ellos, la prioridad absoluta es provocar la caída de la mayoría UDR. Y reconozco que sería una gran cosa dar por tierra con esos políticos deshonestos. ¿Pero se ha pensado que, para voltearlos, hay que poner en su lugar a otra mayoría que mantiene los mismos principios electorales?
UDR, reformadores y PC-PS son concurrencistas. Estos partidos se sitúan en una franja común que es la representación indirecta, su poder jerárquico y la impotencia de los ciudadanos: en otras palabras, el “sistema burgués”. El hecho de que el PC, que se pretende revolucionario, haya caído, desde la coexistencia pacífica, en la búsqueda burguesa del poder aceptando la institución del sufragio burgués, debería hacer pensar a algunos. Se trata de determinar quién adormecerá mejor a los ciudadanos: la UDR habla de orden, de paz social; el PC quiere hacer olvidar su imagen revolucionaria. Y en estos días lo logra tan bien, con la solícita colaboración de los socialistas, que si llegara a tomar el poder gracias a nuestros votos rechazaría sine die la revolución y se transformaría en el más estable de los partidos electorales. ¿Hay tantas ventajas en cambiar? En cualquier caso se ahogará la revolución en las urnas, lo que no es sorprendente, dado que de todos modos están hechas para eso.
Sin embargo, algunos quieren ser maquiavélicos, usando sus sufragios para obtener un resultado distinto del serial. Quieren enviar –si pueden– una mayoría PC-PS a la nueva Asamblea. Con eso esperan obligar a Pompidou a desenmascararse y disolver la Cámara; de ese modo, obligarnos a la lucha activa, clase contra clase o más bien grupo contra grupo, tal vez a la guerra civil. ¡Qué extraña ocurrencia de serializarnos con el beneplácito del enemigo, para que reaccione violentamente y nos obligue a agruparnos! Es un error. Para maquiavelizar hay que partir de datos precisos y cuyo efecto se pueda prever. No es éste el caso: no se pueden prever con seguridad los resultados de un sufragio serializado. Es previsible que la UDR pierda bancas y que el PS-PC y los reformadores las ganen; el resto no es suficientemente probable como para deducir una táctica. Un solo indicio: el sondeo del IFOP publicado el 4 de diciembre de France-Soir asigna un 45 por ciento al PC-PS, 40 por ciento a la UDR y 15 por ciento a los reformadores. Y esta curiosa comprobación: hay muchos más sufragios por el PC-PS que gente convencida de que esta coalición puede ganar. Habrá pues, considerando todas las incertidumbres de un sondeo, mucha gente que votará por la izquierda con la seguridad de que ésta no obtendrá la mayoría de los sufragios, y muchos para los cuales la eliminación de la UDR es prioritaria pero que no tienen ningún deseo de reemplazarla por la izquierda. En el momento en que escribo, 5 de enero de 1973, estas observaciones dan como probable una mayoría UDR-Reformadores. En ese caso, Pompidou no disolverá la Asamblea, preferirá arreglarse con los reformadores: la mayoría se moderará un poco, habrá menos escándalos, o sea que se las ingeniarán para que sean descubiertos con menor facilidad, J-J S-S [ [6]] y Lecanuet [ [7]] entrarán en el gobierno. Y nada más. El maquiavelismo se volverá así contra los pequeños Maquiavelos [ [8]].
Si desean volver a la democracia directa, la del pueblo en lucha contra el sistema, la de los hombres concretos contra la serialización que los transforma en cosas, ¿por qué no empezar por ahí? Votar, no votar: es lo mismo. Abstenerse es, en efecto, confirmar la nueva mayoría, sea cual fuere. Nada de lo que se haga al respecto tendrá sentido si al mismo tiempo, es decir desde hoy, no se lucha contra el sistema de la democracia indirecta que nos reduce deliberadamente a la impotencia, tratando de organizar, cada uno de acuerdo con sus posibilidades, el amplio movimiento antijerárquico que en todas partes cuestiona las instituciones.

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