Cuando le preguntan a Zizek qué modelo de sociedad prefiere, contesta: comunismo con un toque de terror. Es obvio que estamos ante un pensador interesante. Muchos aseguran que no hay que tomar a Zizek literalmente. A mí me da la impresión contraria. Su tono de broma genial le permite trascender a los medios y lanzar lo que en realidad es un mensaje serio y contundente. Aunque Zizek lleva más de diez años entre los teóricos culturales más famosos del mundo, es a partir del año 2002 con la publicación de un libro sobre el totalitarismo y otro sobre Lenin cuando adopta, para asombro de muchos, una postura decididamente marxista y leninista.
Las revoluciones culturales desatadas en el 68, las derrotas de la izquierda en los 80 y el postmodernismo resultante de los años 90 han generado en el espacio situado a la izquierda de la socialdemocracia diversas corrientes de pensamiento que libran una dura batalla por la hegemonía entre la satisfecha intelectualidad académica radical, las organizaciones de izquierda y los movimientos sociales. Entre los principales exponentes de estas corrientes destacan anarquistas libertarios como Chomsky, antiteórico y antiestatista y antileninista; marxistas postestructuralistas como Negri, Hardt y, hasta cierto punto, Holloway, mucho más teóricos pero no menos antiestatistas y antileninistas; demócratas radicales como Laclau, Mouffe o Badiou que abogan por un igualitarismo no necesariamente socialista; y, por reacción, autores como Zizek que levantan de nuevo contra viento y marea la bandera leninista. Ante la resistencia anarquista, la fragmentación foucaltiana de las luchas o la democracia sin emancipación Zizek reivindica el momento revolucionario y la destrucción del capitalismo. Con independencia de las críticas que se le puedan hacer, no cabe duda de que Slavoj Zizek es uno de los autores que más brillantemente ha escrito en los últimos años sobre Lenin y su pertinencia en los tiempos que corren.
La izquierda en la actualidad se divide en dos grandes grupos claramente diferenciados. Uno abrumadoramente mayoritario que no contempla un horizonte más allá del capitalismo y otro minoritario que sí lo imagina. El principal punto de fricción en el debate teórico dentro del grupo anticapitalista se centra en las condiciones de posibilidad de articulación de un espacio más allá de la democracia liberal. ¿Es posible reformular un proyecto político anticapitalista de izquierda frente al capitalismo global y sus excrecencias irracionalistas, las ultraderechas populistas y los fundamentalismos religiosos? ¿Cómo podemos repetir la proeza de Lenin, quien en un tiempo de desintegración del sistema fue capaz de reinventar el proyecto socialista y generar nuevas coordenadas? ¿Y cómo hacerlo en el actual ambiente generalizado de renuncia a toda esperanza de transformación?
En opinión de Zizek, la referencia a Lenin es inapreciable para distanciarse de cinco actitudes que predominan en la izquierda. La primera acepta la esfera de las luchas culturales ecológicas, feministas, gays, étnicas, nacionales, religiosas o multiculturalistas como el centro de la política emancipatoria y relega la esfera económica -casualmente la decisiva- a un segundo plano o al silencio. La segunda se encastilla en la defensa de las conquistas del Estado del Bienestar, defensa inviable porque ni las clases dominantes apuestan ya por el consenso social ni la base obrera tradicional que integró ese consenso mantiene su fuerza y tamaño. La tercera alberga una ingenua ilusión sobre las potencialidades de la tecnología, especialmente Internet, para la creación de nuevas comunidades y opciones políticas. La cuarta mantiene ortodoxias -como el trotskismo fiel al programa transicional de los años 30- que aplican mecánicamente el mismo patrón a todas las crisis políticas: identifican un supuesto movimiento de clase trabajadora que, carente de una auténtica dirección marxista capaz de vehicular su potencial revolucionario, es invariablemente traicionado por las fuerzas anticomunistas y procapitalistas. Finalmente, la quinta actitud asume la forma de terceras vías que son en la práctica simples certificaciones de defunción de las segundas vías, las anticapitalistas, y glorificaciones de las primeras vías, las liberales puras y duras.
Vivimos en un momento de despolitización de la economía, no por azar. Se puede opinar, proponer y legislar sobre todo: derechos humanos, racismo, medio ambiente, sexismo, homofobia, fundamentalismo religioso, violencia. Todo menos la economía. En la esfera económica reina el silencio, la censura y la inmovilidad más absolutos. Son muchos los que consideran más probable el fin del mundo que la más ligera modificación en la arquitectura del capitalismo. ¿Puede haber mayor prueba de la centralidad de la esfera económica? Zizek no tiene inconveniente en ser políticamente incorrecto en extremo y señalar que las demandas de las luchas del multiculturalismo posmoderno pertenecen esencialmente a las clases medias y altas occidentales; en ningún caso son comparables al horror que viven buena parte de las poblaciones del tercer mundo y no deben ser aceptadas por la izquierda como luchas fundamentales. El objetivo de la izquierda debe ser trasladar la lucha de nuevo a la esfera clave: la economía. Es necesario volver a repolitizar la economía con una intervención política de signo inverso a la que, en los últimos 30 años, han efectuado las clases privilegiadas para revertir las conquistas logradas por los trabajadores en los dos últimos siglos. El desmontaje de los avances en materia de legislación laboral, derechos sociales y regulación financiera ha hecho retroceder a la humanidad más de un siglo. Frente a la democracia liberal, cabe preguntarse: ¿dónde se toman la decisiones públicas clave? Si no se toman en un espacio público y con la participación de la mayoría, tanto da que exista formalmente una democracia parlamentaria. Zizek no es el único que extrae esta conclusión. Eric Hobsbawm afirma que la extensión de la democracia liberal en el mundo a golpe de misil imperial no sólo es hipócrita, sino contraproducente y peligrosa. Una democracia así es cada vez menos necesaria en sitio alguno, puesto que las decisiones políticas y económicas más importantes tienen lugar en organizaciones transnacionales privadas y públicas no democráticas. En otras palabras: el deterioro del modelo democrático liberal está llegando a tal punto que la diferencia entre su existencia o no para amplias partes del mundo es cada día más pequeña, por mucho que nos empeñemos en buscarla.
Cuando una demanda particular no se limita a la mera negociación de intereses en el espacio social existente, sino que desata la necesidad de una completa reestructuración de ese espacio a partir de su parte subordinada, esa demanda se convierte en universal. La causa de la mujer conserva aún su prestigio porque se identifica con todas las mujeres del mundo contra una sociedad patriarcal y su reivindicación no sólo les concierne a ellas, sino a toda la humanidad. La izquierda sólo puede ser universal si defiende en primer lugar a los que carecen de sitio en el sistema: el inmigrante sin papeles, la mujer sin derechos, el habitante del suburbio, el esclavo obrero de la periferia del imperio. Siguen conformando los grupos sociales que Marx consideraba como el crimen de la sociedad entera y su liberación la autoemancipación universal. En ellos reside la universalidad política y también la verdad. Zizek afirma que en la era del relativismo posmoderno es necesario recuperar la política de la verdad. Por verdad no entiende un conocimiento objetivo y neutral, sino un compromiso, una toma de partido por un bando. En la medida en que lo universal sólo puede articularse a partir del bando más débil, el verdadero universalismo requiere decantarse y abandonar la neutralidad. Zizek preguntaba a los cándidos europeos que aconsejaban imparcialmente a serbios y bosnios olvidar sus diferencias y pactar graciosamente la paz, qué hubieran pensado si durante la segunda guerra mundial un bienintencionado pacifista aconsejara, desde la tranquilidad de algún país neutral, olvidar las diferencias tribales, darse la mano amistosamente y comenzar sin más a vivir en armonía. El ejemplo de Lenin muestra que la verdad universal y el partidismo deben ir de la mano. La verdad universal es parcial y únicamente puede formularse desde una posición partidaria. No puede haber soluciones de compromiso. La parte excluida del orden global se convierte en la representante de la injusticia global. El antagonismo actual no se produce entre la globalización y los fundamentalismos étnicos y religiosos, sino entre la globalización como proceso de exclusión de enormes partes de la humanidad y el universalismo de la parte excluida que se convierte en referencia universal de la utopía.
Zizek, basándose en Lacan, plantea que vivimos en un orden simbólico, ficcional, no en el mundo real. Lo Real y la realidad no son idénticos. La realidad es virtual, fabricada con representaciones y significados que nos permiten dar sentido al mundo. Por contra, lo Real no puede ser directamente representado, porque es precisamente lo que no puede ser incorporado en el orden simbólico. La realidad es una interpretación simbólica de lo Real. Matrix es una película inspirada en esta visión del mundo. No es necesario recurrir a una interpretación psicoanalítica de este tipo para llegar a conclusiones similares. El clásico aserto marxista de la emancipación de los trabajadores como obra de los propios trabajadores encierra el mismo mensaje: únicamente los siervos tienen la voluntad necesaria en última instancia para acabar con sus amos y con su sistema de dominación social e ideológica. ¿Cómo operar entonces un cambio radical en la realidad? Atacando su arquitectura simbólica mediante un acto político que quiebre las coordenadas existentes. Lenin ejemplifica la necesidad, para que las coordenadas cambien, de desembarazarse del Gran Otro, el sujeto o entidad que conoce, que tiene presuntamente la respuesta. Por supuesto, el Gran Otro no existe. Ninguna señal luminosa indicará nunca que las condiciones objetivas se dan en ese preciso momento, ningún sabio aportará la fórmula mágica que garantice el curso de acción perfecto, ninguna autorización legitimadora aparecerá por encanto en el instante oportuno. Al final no hay más remedio que librarse del miedo a tomar el poder y de la cobertura del Gran Otro. A la hora de la decisión revolucionaria estamos completamente solos. La emancipación es obra de nosotros mismos. Ante la teleología que confía en que la revolución estallará inevitablemente cuando llegue la crisis final, Lenin intuye que no hay un tiempo definido y predeterminado para la revolución. Simplemente, la oportunidad revolucionaria se presenta en función de un conjunto extraordinario de circunstancias. La oportunidad se aprovecha o se pierde. Ser revolucionario en 1917 significaba arriesgarse a romper completamente con el orden establecido. Ese es el acto político por excelencia. Zizek retoma aquí el Augenblick de Lukacs, el breve momento en que se abre la posibilidad de actuar sobre una situación agravando el conflicto antes de que el sistema pueda integrarlo. La libertad no es un estado de armonía y equilibrio, sino el acto violento que perturba el equilibrio y libera. Una liberación que no puede ser completamente explicada en función de las condiciones objetivas o circunstancias históricas preexistentes.
Frente a la apuesta revolucionaria de Lenin el comité central bolchevique -muchos de cuyos miembros tomaban al fundador de su partido por loco- opuso dos grandes argumentos que apelaban a la llegada del Gran Otro: el primero, la inexistencia de consenso democrático entre la población. Lenin ironizaba sobre la necesidad de convocar un referéndum para hacer la revolución. El segundo, la falta de condiciones objetivas para la acción revolucionaria. Rosa Luxemburgo ya advirtió en su tiempo que quien espere la llegada de las condiciones objetivas esperará siempre. Lenin tuvo éxito, subraya Zizek, porque su decisión fue respaldada por la población en un momento revolucionario de enorme expansión de la democracia de base que desafiaba al gobierno existente. Lenin reconocía que Rusia en 1917 era el país más democrático del mundo, pero era consciente de que si no se iba más allá, si no se eliminaba el liberalismo y el capitalismo, el momento se perdería. Una revolución debe golpear dos veces. Tras el primer golpe, la revolución se encuentra todavía demasiado vinculada al viejo aparato estatal. Surge la ilusión de que las cosas pueden cambiarse dentro de las estructuras del viejo orden. Esto es imposible: hay que negar el viejo orden, golpear otra vez y dar paso al nuevo. El acto político revolucionario es el que modifica los parámetros de lo existente. La idea de Lenin no es que las leyes de la historia estén de nuestro lado, sino que no hay Gran Otro. No hay garantía para nuestros actos.
Lenin liberó un enorme territorio del planeta de las garras del capitalismo y demostró que una organización social anticapitalista era posible. Con todos sus horrores, la Unión Soviética fue la única fuerza política que presentó una amenaza real al dominio mundial del capitalismo, impulsó la utopía en todo el planeta y generó un sano miedo a la revolución en las clases dirigentes occidentales que permitió a los estratos populares avanzar en materia de conquistas sociales. La legión de ex-comunistas que critican ahora el comunismo y abrazan el neoliberalismo suelen pertenecer a las capas que más se beneficiaron de esas conquistas. La caída de la Unión Soviética ha sido un desastre para la humanidad. Por eso los Soviets todavía conservan su potencial emancipatorio. Todo territorio comunista es territorio liberado. Lenin es más necesario que nunca en las circunstancias actuales, cuando ha llegado a desaparecer la creencia en el potencial de la humanidad para cambiar y mejorar la sociedad, cuando se contempla de nuevo la historia como destino inevitable, cuando todas las vías se ponderan excepto la revolucionaria Lenin personifica el acto revolucionario como única alternativa a la guerra y la barbarie. Lenin hoy no comporta aplicar mecánicamente sus análisis a la situación actual, ni siquiera ajustar el viejo programa a las nuevas condiciones, sino seguir su ejemplo: reformular completamente el proyecto socialista e iniciar un proyecto político que mine la totalidad del orden global capitalista liberal. ¿Cómo inventar la estructura organizacional que canalice el demanda política universal de contestación al capitalismo global? Lenin hoy significa que para ser anticapitalista hay que combatir el cáncer de la democracia: el liberalismo y su puntal, la propiedad privada. La lección clave de Lenin radica en que la política sin estructura ni organización que le confiera la forma de demanda universal es política sin política, revolución sin revolución con denada al fracaso.
Marx aseguraba que el socialismo no podía realizarse sin revolución y Lenin añadía que para tener una revolución hay que tener una revolución. Zizek propone una bella definición de revolución: es la representación de la utopía. Presente y futuro se aproximan brevemente en el instante revolucionario y podemos comportarnos como si la utopía nos tocara. El futuro utópico se materializa fugaz y somos realmente felices mientras luchamos por él. La utopía no es un sueño, una ilusión o un producto de la imaginación, sino un impulso surgido de la necesidad de supervivencia ante una situación sin salida. Nos vemos obligados a pensar la utopía ante la imposibilidad de solucionar los problemas dentro de las coordenadas existentes, ante la convicción de que la peor opción es continuar con lo que conocemos. Los momentos en que somos más libres e iguales en este sistema son aquellos que dedicamos a la consecución de la utopía. El resto del tiempo somos meros esclavos.
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